Tomado de la Buhardilla de Jerónimo
Presentamos  nuestra traducción de la relación del Cardenal Kurt Koch en el congreso  sobre el motu proprio Summorum Pontificum que se ha celebrado en los  pasados días en Roma. 
  ***
  “La  reforma de la liturgia no puede ser una revolución. Ella debe intentar  tomar el verdadero sentido y la estructura fundamental de los ritos  transmitidos por la tradición y, valorizando prudentemente lo que está  ya presente, los debe desarrollar ulteriormente de manera orgánica,  yendo al encuentro de las exigencias pastorales de una liturgia vital”.  Con estas iluminadas palabras, el gran liturgista Josef Andreas Jungmann  comentó el artículo 23 de la constitución sobre la sagrada liturgia del  concilio Vaticano II, donde son indicados los ideales que “deben servir  de criterio para toda reforma litúrgica” y de los que Jungmann dijo:  “Son los mismos que han sido seguidos por todos aquellos que con  perspicacia han pedido la renovación litúrgica”. Diversamente, el  liturgista Emil Lengeling ha afirmado que la constitución del concilio  Vaticano II marcó “el fin del medioevo en la liturgia” y llevó a cabo  una revolución copernicana en la comprensión y en la praxis litúrgica. 
  He  aquí mencionados los dos polos interpretativas opuestos, que  constituyen el punto crucial de la controversia desarrollada en torno a  la liturgia después del concilio Vaticano II: ¿la reforma litúrgica  postconciliar debe ser tomada a la letra y entendida como “re-forma” en  el sentido de una restauración de la forma originaria y, luego, como una  ulterior fase dentro de un desarrollo orgánico de la liturgia, o bien  esta reforma debe ser leída como una ruptura con la entera tradición de  la liturgia católica e incluso la ruptura más evidente que el Concilio  haya realizado, es decir, como la creación de una nueva forma? El hecho  de que los padres conciliares entendieran la reforma sólo en el sentido  de la primera afirmación ha sido profundamente mostrado sobre todo por  Alcuin Reid. Sin embargo, en amplios círculos dentro de la Iglesia  católica se ha impuesto cada vez más la segunda interpretación, que ve  en la reforma litúrgica una ruptura radical con la tradición e intenta  incluso promoverla. Este desarrollo condujo, en la comprensión y en la  praxis litúrgica, a nuevos dualismos. 
  Es  cierto que el motu proprio podrá hacer realizar pasos adelante en el  ecumenismo sólo si las dos formas del único rito romano en él  mencionadas, es decir, la ordinaria de 1970 y la extraordinaria de 1962,  no sean consideradas como una antítesis sino como un mutuo  enriquecimiento. Ya que el problema ecuménico se encuentra en esta  fundamental cuestión hermenéutica. 
  Un  primer dualismo afirma que antes del Concilio la Santa Misa era  entendida sobre todo como sacrificio y que después del Concilio ha sido  redescubierta como cena común. En el pasado se ha hablado naturalmente  de la Eucaristía como de un “sacrificio de la misa”. Hoy, sin embargo,  este aspecto no sólo es menos conocido sino que ha sido incluso dejado  de lado o sencillamente olvidado. Ninguna dimensión del misterio  eucarístico se ha vuelto tan discutida después del concilio Vaticano II  como la definición de la Eucaristía como sacrificio, sea como sacrificio  de Jesucristo, sea como sacrifico de la Iglesia, al punto de que existe  el peligro de que un contenido fundamental de la fe eucarística  católica pueda terminar completamente en el olvido. Contra tal dualismo,  el Catecismo de la Iglesia Católica mantiene unido lo que es  inseparable: “La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial  sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete  sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor”. 
  Un  ulterior dualismo en torno al cual tiende a polarizarse la visión de  una liturgia preconciliar y de una liturgia postconciliar sostiene que,  antes del Concilio, era sólo el sacerdote el sujeto de la liturgia  mientras que, después del Concilio, la asamblea ha sido elevada al rol  de honor de sujeto de la celebración litúrgica. Ciertamente, es  indiscutible que, en el curso de la historia, el rol originario de todos  los fieles como co-sujetos de la liturgia ha ido poco a poco menguando y  que el oficio divino comunitario de la Iglesia primitiva, en el sentido  de una liturgia que veía partícipe a toda la comunidad, ha asumido cada  vez más el carácter de una misa privada del clero. La existencia de una  continuidad de fondo entre la antigua liturgia y la reforma litúrgica  puesta en marcha por el concilio Vaticano II brilla por la visión amplia  y profundizada por la constitución litúrgica, según la cual el culto  público integral es ejercido “por el cuerpo místico de Jesucristo, es  decir, por la cabeza y por sus miembros” y toda celebración litúrgica  debe ser considerada, por tanto, como “obra de Cristo sacerdote y de su  cuerpo, que es la Iglesia”. El Catecismo agrega luego: “algunos fieles  son ordenados mediante el sacramento del Orden para representar a Cristo  como Cabeza del Cuerpo”. 
  A  la luz del primado cristológico debería ser evidente que la liturgia  cristiana encuentra su sentido más profundo en la glorificación y en la  adoración del Dios trino y, por lo tanto, en la santificación de los  hombres. También esta dimensión fundamental de la liturgia se ha vuelto  víctima de un ulterior dualismo en el período postconciliar, es decir,  ha sido cada vez más absorbida por el concepto de participación. Aquí se  trata, sin embargo, de una falsa contraposición. Nosotros podemos y  debemos consumir el alimento eucarístico también con los ojos y penetrar  así en el misterio eucarístico, para que luego se nos revele plenamente  al comer el Cuerpo del Señor y beber su Sangre. El mismo Agustín amaba  subrayar que nadie debe comer “de esta carne” si antes lo ha adorado: “Nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoravit”.
  Entre  la liturgia antigua y la reforma litúrgica postconciliar no hay una  ruptura radical sino una continuidad de fondo. Sólo a la luz de esta  convicción se puede comprender el motu proprio Summorum Pontificum  del Papa Benedicto XVI. El Santo Padre, de hecho, no entiende la  historia litúrgica como una serie de quiebres sino como un proceso  orgánico de crecimiento, de maduración y de auto-purificación, en el  cual naturalmente pueden verificarse desarrollos y progresos, sin que  continuidad e identidad sean destruidas. Para el Papa no puede haber,  por lo tanto, una contraposición entre la liturgia de 1962 y la liturgia  reformada postconciliar. En contraste con esta clara visión de  desarrollo orgánico, la reforma litúrgica postconciliar es considerada  en amplios círculos de la Iglesia católica como un ruptura con la  tradición y como una nueva creación; ésta ha generado una controversia  sobre la liturgia que, vivida de manera emocional, continúa haciéndose  sentir hasta el día de hoy. Con el motu proprio Summorum Pontificum,  el Papa Benedicto XVI ha querido contribuir a la resolución de tal  disputa y a la reconciliación dentro de la Iglesia. El motu proprio  promueve, de hecho, si se puede decir así, un “ecumenismo  intra-católico”. Pero esto presupone que la liturgia antigua sea  entendida como “puente ecuménico”. De hecho, si el ecumenismo  intra-católico fracasara, la controversia católica sobre la liturgia se  extendería también al ecumenismo y la liturgia antigua no podría  desarrollar su función ecuménica de constructora de puentes. 
  Aún  si el motu proprio quiere favorecer la paz intra-eclesial, no sería  justo ver en él sólo una concesión hecha a los católicos que prefieren  la liturgia antigua, como la Fraternidad Sacerdotal San Pedro o los  seguidores del arzobispo Marcel Lefebvre. El Papa Benedicto XVI está  convencido, más bien, de que la forma extraordinaria del rito romano es  un patrimonio precioso que no debe ser relegado al pasado sino que se  debe acudir a él también en el presente y en el futuro, como ha  subrayado en la carta que acompañaba el motu proprio: “Lo que para las  generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece  sagrado y grande y no puede ser  improvisamente totalmente prohibido o  incluso perjudicial. Nos hace bien a todos conservar las riquezas que  han crecido en la fe y en la oración de la Iglesia y de darles el justo  puesto”.
  Esto revela  claramente cuál es la intención que anima el motu proprio. El Papa  considera que actualmente es indispensable un nuevo movimiento  litúrgico, que en el pasado él definió como “reforma de la reforma” de  la liturgia. El Santo Padre sabe, de hecho, que la reforma litúrgica  postconciliar ha traído muchos frutos positivos, pero que los  desarrollos litúrgicos del post-Concilio presentan también muchas zonas  de sombra, debidas en gran parte al hecho de que “el concepto de  misterio pascual del Concilio no se ha tenido presente suficientemente”:  “Nos hemos detenido demasiado en los aspectos puramente prácticos,  corriendo el riesgo de perder de vista lo esencial”. He aquí por qué es  lícito preguntarse, de manera crítica, si en la reforma litúrgica  postconciliar se han realizado realmente todos los deseos de los padres  conciliares o si, bajo diversos aspectos, las afirmaciones fundamentales  de la constitución sobre la sagrada liturgia han quedado incompletas, o  incluso, si en los desarrollos litúrgicos del post-Concilio se ha ido  intencionalmente más allá de tales afirmaciones. Que sea no sólo  legítimo sino también apropiado hacer una distinción entre la  constitución sobre la sagrada liturgia, la reforma litúrgica  postconciliar y los sucesivos desarrollos litúrgicos, está ya probado  por el hecho de que precisamente los teólogos que estaban comprometidos o  que habían participado en los trabajos del Concilio se convirtieron  pronto en serios críticos de los desarrollos litúrgicos postconciliares.
  Aquí  resplandece también el sentido más profundo de la reforma de la reforma  puesta en marcha por el Papa Benedicto XVI con el motu proprio: así  como el concilio Vaticano II ha sido precedido por un movimiento  litúrgico, cuyos frutos maduros fueron llevados dentro de la  constitución sobre la sagrada liturgia, también hoy existe la necesidad  de un nuevo movimiento litúrgico, que se ponga como objetivo el de hacer  fructificar el verdadero patrimonio del concilio Vaticano II en la  actual situación de la Iglesia, consolidando al mismo tiempo los  fundamentos teológicos de la liturgia. Para hacer esto, se necesita no  sólo la revitalización del primado cristológico, de la dimensión cósmica  y del carácter latréutico de la liturgia, sino también y sobre todo el  redescubrimiento del significado basilar del misterio pascual en la  celebración de la liturgia cristiana. 
  El  motu proprio constituye sólo el comienzo de este nuevo movimiento  litúrgico. Benedicto XVI, de hecho, sabe bien que, a largo plazo, no  podemos quedarnos en una coexistencia entre la forma ordinaria y la  forma extraordinaria del rito romano, sino que la Iglesia tendrá  nuevamente necesidad en el futuro de un rito común. Sin embargo, dado  que una nueva reforma litúrgica no puede ser decidida en un escritorio,  sino que requiere un proceso de crecimiento y de purificación, el Papa  por el momento subraya sobre todo que las dos formas del uso del rito  romano pueden y deben enriquecerse mutuamente. Él indica también que “en  la celebración de la Misa según el Misal de Pablo VI se podrá  manifestar, en un modo más intenso de cuanto se ha hecho a menudo hasta  ahora, aquella sacralidad que atrae a muchos hacia el uso antiguo. La  garantía más segura para que el Misal de Pablo VI pueda unir a las  comunidades parroquiales y sea amado por ellas consiste en celebrar con  gran reverencia de acuerdo con las prescripciones; esto hace visible la  riqueza espiritual y la profundidad teológica de este Misal”. 
  Aquellos  que, por el contrario, rechazan el postulado de un nuevo movimiento  litúrgico y ven en el motu proprio un paso atrás respecto al Vaticano  II, probablemente entienden la reforma litúrgica postconciliar como un  punto de llegada, que debe ser defendido con todas las fuerzas, según el  rígido conservadurismo de muchos progresistas. Ellos no sólo no  consideran los desarrollos históricos de la liturgia como un proceso  orgánico de crecimiento y de maduración, sino que rechazan también la  hermenéutica de la reforma solicitada por Benedicto XVI para la  interpretación del Vaticano II. Prefieren, de hecho, sostener la  hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura, considerada  inadecuada por el Papa, aplicándola sobre todo al campo de la liturgia y  del ecumenismo. También el decreto sobre el ecumenismo ha marcado, de  hecho, un nuevo inicio en las relaciones entre la Iglesia católica y las  Iglesias y Comunidades eclesiales no católicas. Pero tampoco este nuevo  giro ecuménico ha comportado una ruptura con la tradición; se inscribe,  más bien, en una continuidad de fondo con la tradición, como muestra el  sencillo hecho de que no habría sido nunca posible si en el período  conciliar no hubiesen estado ya presentes impulsos ecuménicos, al menos  en su estado embrionario, también dentro de la Iglesia católica.
  Aparece así la real importancia ecuménica del motu proprio Summorum Pontificum.  Ya que Benedicto XVI no ha aplicado simplemente la hermenéutica de la  reforma al campo de la liturgia pero ha solicitado esta hermenéutica, en  primer lugar, precisamente para la constitución sobre la sagrada  liturgia. Es precisamente en este campo que aparecen con claridad los  dos diversos tipos de hermenéutica que pueden ser seguidos: la  hermenéutica de la reforma, que ciertamente tiene en cuenta desarrollos y  progresos pero que ve una continuidad de fondo con la tradición; o  bien, la hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura, que  contrapone liturgia y, por lo tanto, también Iglesia preconciliar, a  liturgia e Iglesia postconciliar, y corta el vínculo con la tradición.  Precisamente en esta alternativa reside la cuestión fundamental para el  futuro de la Iglesia católica y, al mismo tiempo, para la credibilidad  de su ecumenismo. También en este sentido el motu proprio se revela  importante a nivel ecuménico. O mejor: el motu proprio puede convertirse  en un puente ecuménico verdaderamente sólido sólo si es percibido y  recibido como “una esperanza para toda la Iglesia”. 
  ***
  Fuente: Il blog degli amici di Papa Ratzinger
  Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
  ***