26 de febrero de 2012

Domingo I de Cuaresma.


El alma fiel saca de la tentación al mal el mismo fruto que de la inspiración del bien. Es ésta la ocasión para ella de llegar a la perfección de la virtud contraria con toda la buena voluntad de que es capaz.

Tentación de Cristo - Juan de Flandes


por el Padre Andrés Hamón ***

Veremos en nuestra oración: 1º que la tentación, lejos de ser un mal, puede traernos una gran ventaja; 2º de qué manera la tentación se convierte en bien. – Tomaremos en seguida la resolución: 1º de evitar a toda costa las tentaciones por la vigilancia sobre nosotros mismos y la unión con Dios; 2º de hacer frente a la tentación desde que nos demos cuenta de ella, y no inquietarnos. Nuestro ramillete espiritual serán las palabras del Apóstol Santiago: Felices los que soportan la tentaciónBeatus vir qui suffert tentationem (Jac., I, 12).

Meditación

Adoremos a Jesucristo tentado en el desierto por el demonio.

Es esta la mayor humillación que puede soportar un Dios: pero Jesús la sufrió porque vio que su ejemplo nos animaría en medio de nuestras pruebas y nos enseñaría que, cuanto más querida de Dios es un alma, más probada debe ser por la tentación. Agradezcámosle tan gran bondad.

Punto Primero

La tentación, lejos de ser un mal, puede traernos una gran ventaja.

Ningún mal moral es posible mientras la voluntad no lo quiera: mientras la puerta  de la voluntad esté cerrada, el demonio y la imaginación podrán meter ruido alrededor del corazón, pero no podrán alterar su pureza. He ahí porqué Jesucristo y todos los santos han soportado la prueba de la tentación, sin que esta prueba haya causado la menor lesión a sus almas. Ved por qué toda desolación en las tentaciones es sin razón. El desolarse es un despecho del amor propio, descontento de verse miserable, o una desconfianza de la bondad de Dios, que jamás falta a quienes le invocan, o la pusilanimidad de un alma, que se considera sola con su debilidad y lejos de los socorros de Dios. Lejos de ser un mal la tentación, puede, al contrario, traernos una gran ventaja. Pues, 1º ella nos da la ocasión de glorificar a Dios, porque, resistiendo generosamente, le probamos nuestra fidelidad, derrotamos a sus enemigos y triunfamos; 2º nos lleva a la humildad, enseñándonos el fondo malo que entre nosotros; al espíritu de oración, haciéndonos ver la necesidad de recurrir a Dios; a la vigilancia, advirtiéndonos que desconfiemos de nuestras fuerzas y evitemos la ocasión del mal; al amor divino, haciéndonos resaltar la bondad de Dios. A más de esto, evita el desaliento, despierta el fervor, da la virtud de un carácter más firme y más sólido (II Cor., XII, 9), nos enseña a conocernos (Eccli., XXXVI, 9), y da al alma más gracia en esta vida, y más gloria en la otra, en proporción a los méritos que la adornan, y la hace más digna de Dios, como está escrito de los santos: Dios, los ha probado y los ha encontrado dignos de Sí (Sap., III, 5). Ved por qué Dios decía al pueblo de Israel: “No he querido destruir a los Cananeos, para que tengáis enemigos que combatir” (Jud., II, 3); y el Papa San León dijo de la misma manera: “Es bueno al alma el temor de caer y el tener constantemente una lucha que sostener” (Serm., II). El alma fiel saca de la tentación al mal el mismo fruto que de la inspiración del bien. Es ésta la ocasión para ella de llegar a la perfección de la virtud contraria con toda la buena voluntad de que es capaz. En la tentación de los sentidos, se eleva a la infinita grandeza de Dios, colocada tan alto, más arriba de las miradas bajas y sensuales; en la tentación del espíritu, se abisma hasta la nada; en las tentaciones del placer, ama y abraza la cruz. ¿Es así como hemos sacado nosotros provecho de la tentación?

Punto Segundo

¿Con qué condiciones la tentación se convierte en bien?

Hay ciertas condiciones que se requieren antes, durante y después de la tentación: 1º antes de la tentación es necesario evitar todo lo que conduzca o incline al mal, por ejemplo: el trato con personas peligrosas, las miradas poco modestas, los modales y lecturas libres, las delicias de una vida muelle y sensual: el que ama el peligro, perecerá en el; el que cuenta con sus fuerzas será confundido. La desconfianza es madre de la seguridad; y exponerse voluntariamente al peligro es tentar a Dios, es hacerse indigno de su socorro. Además, es necesario no temer la tentación; temiéndola, se la hace nacer: lo mejor es no pensar en ella y dedicarse únicamente a lo que se tiene que hacer. 2º durante la tentación es necesario no entretenerse con ello, so pretexto de que es ligera; de otra manera, se apoderaría de nosotros; antes débese desecharla pronto, firme y tranquilamente; volverle la espalda con desprecio, sin siquiera dignarse mirarla; y, si produce algunas impresiones, basta desaprobarlas suavemente, dedicándose por completo a la acción presente. Los que se batieran con ella correrían riesgo de mancharse, y los que la rechazaran con esfuerzos excesivos, perderían la paz del corazón, el recogimiento del espíritu y la unción de la piedad. Si no se puede llegar a buen fin así, es necesario recurrir humildemente a Dios y decirle: “¡Oh Señor! ¡Cuán profunda es mi miseria! ¡qué mal haría yo en tener aún amor propio! ¡cuán bueno sois en amar a un pecador tal como yo! ¡Oh Jesús! ¡Oh María! ¡oh vosotros todos, ángeles y santos, bendecid al Señor, que quiere humillar su amor hasta mi bajeza!”

Después es necesario olvidar la tentación; la reflexión la haría revivir. Es mejor tomar valor pacíficamente y reparar el mal pasado, si lo ha habido, haciendo perfectamente la acción presente; mirar a Dios y arrojarse en sus brazos con confianza y amor, diciéndole como el hijo pródigo: Padre mío, he pecado contra el cielo y contra Vos; o como el publicano; Dios mío, tened piedad de mí, que soy un pecador. Examinemos si hemos observado estas reglas durante la tentación y después de ella.


*** P. Andrés HAMÓN: Meditaciones para uso del clero y de los fieles para todos los días del año. Bs. As., Guadalupe, 1962, 2º Edición, Tomo I, pp. 496-499.

24 de febrero de 2012

Viernes después de Ceniza

La Sagrada Corona de Espinas de Nuestro Señor Jesucristo

Tomado de Costumbrario Tradicional Católico

Al hilo de lo que decíamos con motivo de la festividad de la Huída a Egipto, hoy, viernes después de Ceniza, toca conmemorar la Corona de Espinas que ciñó la divina cabeza del Rey de Dolores, nuestro Redentor Jesucristo. Cada viernes de este período penitencial de la Cuaresma se recordará un aspecto especial de su Pasión, Muerte y Sepultura, lo que nos servirá de guía para la meditación. Ya mencionamos el hecho de que los formularios de las misas correspondientes ya no aparecen en la edición típica del Missale Romanum de 1962 promulgada por el beato Juan XXIII, pero que no fueron del todo suprimidas, al poderse mantener allí donde exista costumbre y devoción. Creemos que se trata de misas con bellísimos textos que no deberían caer en el completo olvido. Son pequeñas joyas de la liturgia católica, que, como ciertas antiguas alhajas familiares deberían sacarse de vez en cuando por su valor y belleza aunque no se las use de ordinario.

Una corona evoca inmediatamente la idea de realeza. La corona de espinas nos lleva a la consideración de la realeza de Jesucristo en sus implicaciones más profundas. Él es ciertamente Rey por naturaleza y derecho propio y en el sentido más amplio: primero, como Dios, Autor y por consiguiente Señor de todo lo creado; segundo, como el Verbo de Dios por Quien fueron hechas todas las cosas y a Quien el Padre se las ha entregado. Pero también es Rey por derecho de conquista, pues ha acabado con el predominio del reino de Satanás sobre las almas, de las que éste se había enseñoreado al tentar a nuestros primeros padres. Y lo ha hecho con su sacrificio consumado en el Calvario. Íntimamente conectada con esta idea del Rey paciente se halla la del Rey mesiánico, “a quien el Señor Dios dará el trono de David su Padre y que reinará en la Casa de Jacob para siempre, sin que su reino tenga fin” como anunció el ángel a María (Luc I, 32-33). El reino de Nuestro Señor, incoado ya por su Pasión, se halla en la tensión del “ya pero todavía no” hasta que al fin de los tiempos se restauren en Él todas las cosas por su manifestación y venida en gloria y majestad. El lapso que hay en medio es el tiempo de la Iglesia, en el que son congregados los súbditos del Reino.

Todos estos conceptos están contenidos en los textos de la misa de hoy, en la que se presenta la realeza de Jesucristo bajo su doble aspecto: el doloroso y el triunfal. En el introito aparece el Señor prefigurado en el rey Salomón, su antepasado, rodeado de esplendor. A esta escena hace contrapunto la del evangelio del día, que nos muestra a Jesús, humillado y ultrajado, con los símbolos de la condición regia (la corona y la púrpura), pero desvirtuados de su significado y tornados en irrisión. Esto nos lleva a la consideración de que la gloria verdadera pasa por el sufrimiento y de que lo que vale cuesta. Por eso se nos promete en el tracto: “Corona tribulationis effloruit in coronam gloriae”: la corona de la tribulación ha florecido como corona de gloria. Pero ha florecido porque se ha asumido esa misma tribulación y lo que para los hombres es motivo de ignominia se convierte con Cristo en prenda de honor. Es el mismo tema de la Cruz, patíbulo infamante para los romanos, que se transforma en el trono desde el cual reina el Señor: “regnavit a ligno Deus” (ha reinado Dios en el madero), como reza el hermoso himno Vexilla Regis de Venancio Fortunato.

La Corona de Espinas, pues, en virtud de la Pasión de Cristo, se convierte en “corona de lapide pretioso” (corona de piedras preciosas), en “diadema speciei” (diadema de belleza) y “sertum exsultationis” (guirnalda de júbilo), digna de adoración porque por ella recordamos el precio de nuestra redención (como se dice en la antífona del ofertorio). Es la misma corona que se promete a los que, como san Pablo, acometen el buen combate y corren en la carrera (“bonum certamen certavi, cursum consumavi”); por eso en la secreta pedimos a Dios que confirme nuestra fuerza como soldados suyos “a los que anima la corona de su Hijo en este estadio de nuestra condición mortal, para que, una vez hayamos acabado la contienda y la carrera, recibamos el premio de la inmortalidad”. No es el discípulo mayor que el maestro: así pues, no nos faltarán espinas y abrojos, que circundarán nuestras vidas como una corona dolorosa; pero tenemos el ejemplo de Nuestro Señor, que trocará nuestras penas en gozos si correspondemos a su gracia. La corona de espinas de cada uno se convertirá en corona gloriosa.

La reflexión espiritual que nos sugiere la Corona de Espinas es doble. En primer lugar, consideremos que la cabeza es donde reside el orgullo. Los soberbios gustan de alzar la cabeza y mirar por debajo del hombro con desprecio: de ahí viene los términos “altivez” y “altanería”. Los símbolos del poder se colocan preferentemente en la cabeza, que es ceñida de laurel, de oro, de gemas, de plumas y de todo aquello que indica supremacía. El misterio de Cristo coronado de espinas (que contemplamos en el rosario) nos enseña la mortificación de las actitudes, es un llamado a la humildad, virtud opuesta al pecado capital de la soberbia, de la cual han nacido todos los males. El pecado de Lucifer fue precisamente éste y también el de nuestros primeros padres, que quisieron hacerse como dioses por la vía fácil de la autosuficiencia. El pensamiento de Jesús vilipendiado y hecho rey de burlas debe acudir a nuestra mente cada vez que tengamos un arrebato de orgullo.

Pero también podemos pensar en todos aquellos que sufren en su mente, sea de trastornos psíquicos que de obsesiones y preocupaciones. Hoy hay muchísimas personas a las que aflige la depresión. Nuestro mundo se ha convertido en un medio hostil, en el que cada uno de nosotros está a la defensiva y no encuentra consuelo ni refugio. Vivimos cada vez más aislados y ensimismados en nuestros problemas y sentimos la falta de una voz amiga. Por otra parte, como hemos apartado a Dios de nuestra vida social (y muchas veces hasta de nuestra vida personal), no es fácil ya beneficiarnos del auxilio que la religión ofrece. Aún así, incluso en personas creyentes y que confían en la Providencia, es inevitable el sentimiento de angustia ante situaciones difíciles. Lo tuvo hasta Nuestro Señor en el Huerto de los Olivos, llegando a sudar sangre al ver lo que se le avecinaba y pidiendo al Padre que retirara de Él el cáliz de amargura. Acordémonos, pues, de todos aquellos que sufren de ansiedad, de depresión, de desánimo, de todos los que se consumen por las preocupaciones, sobre todo en estos tiempos de crisis. Que Jesucristo coronado de espinas, quite de sus mentes las espinas de la angustia y que sepan encontrar su sosiego en la conformidad con la voluntad de Dios y en la propia entrega en manos de su Providencia bondadosa.

Hoy es viernes de cuaresma y comienza la práctica tradicional del Via Crucis en nuestras parroquias e iglesias. Recordemos lo que nos dijo el Maestro: “si alguien me ama, que tome su propia cruz y me siga”, con lo cual nos anima a asumir nuestras vidas problemáticas con sentido sobrenatural. Sólo así comprobaremos que la Cruz de Cristo es un “yugo suave” y una “carga ligera” y que yendo a Él somos aliviados. De modo semejante, podríamos decir que así como el Señor fue coronado de espinas, también nosotros debemos por su amor, ceñir nuestras cabezas con la corona que Dios a cada uno ha deparado y que de dolor y sufrimiento se convertirá en gloria y júbilo.

Como dato interesante consignamos que la reliquia de la Santa Corona de Espinas, piadosamente recogida después de la Pasión por los discípulos, se veneró en la iglesia del Monte Sión en Jerusalén hasta el siglo XI. San Paulino de Nola, Casiodoro y los autores de peregrinaciones e itinerarios jerosolimitanos hablan de este instrumento de la Pasión. Gregorio de Giras, cronista de época merovingia, afirmaba que las espinas de la corona lucían milagrosamente verdes al cabo de los siglos. De la reliquia se desgajaron algunas espinas para satisfacer la devoción de los emperadores de Oriente. La emperatriz Irene envió a Carlomagno unas cuantas en prenda de los tratos matrimoniales que habían entablado (y que no llegaron a concretarse). El rey franco las depositó en Aquisgrán, de donde más tarde se dispersaron en forma de regalos a personajes de importancia de la Cristiandad. La Santa Corona fue llevada a Constantinopla hacia 1063, salvándose así de la profanación islámica. Tras la invasión del Imperio Bizantino durante la Cuarta Cruzada por los venecianos (1204), éstos entraron en posesión de la reliquia como prenda de un préstamo cuantioso. Balduino II de Courtenay, emperador latino de Constantinopla, la desempeñó para dársela a san Luis IX, cuyo apoyo buscaba para apuntalar su tambaleante autoridad. En 1248, el rey de Francia hizo construir la Sainte Chapelle en París para recibir la Corona de Espinas, que permaneció en ella hasta la Revolución. Desde entonces fue trasladada varias veces de lugar hasta que a finales del siglo XIX fue llevada a la catdral de Notre-Dame, donde se la venera actualmente. Las dos espinas que se veneran en la Capilla de las Reliquias de la basílica romana de Santa Cruz en Jerusalén provienen de Constantinopla.

SACRAE SPINEAE CORONAE D.N.I.C.


Introitus

(Cant III, 11) EGREDÍMINI et vidéte, fíliae Sion, regem Salomónem in diadémate, quo coronávit eum mater sua, parans crucem Salvatóri suo. (Ps VIII, 6-7) Glória et honóre coronásti eum, Dómine: et constituísti eum super ópera mánuum tuárum. V. Glória Patri. Egredimini...

Oratio

PRAESTA, quaésumus, omnípotens Deus: ut, qui in memóriam passiónis Dómini nostri Jesu Christi Corónam ejus spíneam venerámur in terris, ab ipso glória et honóre conorári mereámur in caelis: Qui tecum vivit et regnat... R. Amen.

Léctio libri Sapiéntiae

(Cant III, 7-11 ; IV, 1 et 8) LÉCTULUM Salomónis sexagínta fortes ámbiunt ex fortíssimis Israël: omnes tenéntes gládios, et ad bella doctíssimi: uniuscujúsque ensis super femur suum propter timóres noctúrnos. Férculum fecit sibi rex Sálomon de lignis Líbani: colúmnas ejus fecit argénteas, reclinatórium áureum, ascénsum purpúreum: média caritáte constrávit propter fílias Jerúsalem. Egredímini et vidéte, fíliae Sion, regem Salomónem in diadémate, quo coronávit illum mater sua in die desponsatiónis illíus, et in die laetítiae cordis ejus. Quam pulchra es, amíca mea, quam pulchra es ! Oculi tui columbárum, absque eo quod intrínsecus latet. Veni de Líbano, sponsa mea, veni de Líbano, veni: coronáberis.

Graduale

(Eccli XLV, 14) Coróna áurea super caput ejus: expréssa signo sanctitátis, glória honóris, et opus fortitúdinis. V. (Ps. XX, 4) Quóniam praevenísti eum in benedictiónibus dulcédinis: posuísti in cápite ejus corónam de lápide pretióso.

Tractus

(Is LXI, 10) Induit eum Dóminus vestiméntis salútis, et induménto justítiae, quasi sponsum decorátum coróna. V. (Is XXVIII, 5) Coróna tribulatiónis efflóruit in corónam glóriae, et sertum exsultatiónis. V. (Sap V, 17) Accépit regnum decóris, diadéma speciéi.In Missis per annum post Graduale, omisso Tractu, dicitur:Allelúja , allelúja. V. (Is XXVIII, 5) Coróna tribulatiónis efflóruit in corónam glóriae, et sertum exsultatiónis. Allelúja.

Tempore autem Paschali, omissis Graduali et Tractu, dicitur:

Allelúja, allelúja. V. (Is XXVIII, 5) Coróna áurea super caput ejus: expréssa signo sanctitátis, glória honóris, et opus fortitúdinis. Allelúja. V. Tibi glória, hosánna: tibi triúmphus et victória: tibi summae laudis et honóris coróna. Allelúja.

+ Sequéntia sancti Evangélii secúndum Joánnem

(Io XIX, 1-5) IN illo témpore: Apprehéndit Pilátus Jesum, et flagellávit. Et mílites plecténtes corónam de spinis, imposuérunt cápiti ejus: et veste purpúrea circumdedérunt eum. Et veniébant ad eum, et dicébant: Ave, Rex Judaeórum: et dabant ei álapas. Exívit ergo íterum Pilátus foras, et dicit eis: Ecce addúco vobis eum foras, ut cognoscátis, quia nullam invénio in eo causam. Exívit ergo Jesus portans corónam spíneam, et purpúreum vestiméntum. Credo.

Offertorium

Tuam Corónam adorámus, Dómine: tuam gloriósam recólimus passiónam.

Secreta

TUÓRUM mílitum, Rex omnípotens, virtútem róbora: ut, quos in hujus mortalitátis stádio unigéniti Fílii tui Coróna laetíficat ; consummáto cursu certáminis, immortalitátis bravíum apprehéndant. Per eúmdem Dóminum… R. Amen.

Praefatio de Cruce


Communio

(Prov. IV, 9) Laetáre, mater nostra, quia dabit Dóminus cápiti tuo augménta gratiárum, et coróna ínclita próteget te.

Postcommunio

SÚPPLICES te rogámus, omnípotens Deus: ut haec sacraménta quae súmpsimus, per sacrosánctae Fílii tui Corónae, cujus solémnia recensémus, virtútem, nobis profíciant ad medélam. Per eúmdem Dóminum… R. Amen.

22 de febrero de 2012

Importante noticia: Mons. Gilles Wach en Argentina.




Pronto, más información.

Se ruega difundir entre los movimientos afines.



Miércoles de Ceniza.


Entremos con gusto en el espíritu de penitencia desde el primer día de esta santa Cuaresma.

Todos los santos han hecho penitencia, y nosotros ¿con qué derecho nos dispensaríamos de ella?

Miércoles de Ceniza - Julián Falat

por el Padre Andrés Hamón ***

Meditaremos cómo la ceremonia de la Ceniza nos convida a santificar la Cuaresma; 1º por la penitencia y la mortificación; 2º por el pensamiento de la muerte. – Tomaremos en seguida la resolución: 1º de abrazar con gusto las mortificaciones propias de este santo tiempo, el ayuno y la abstinencia, con todas las cruces que la Providencia quiera mandarnos.; 2º de acostumbrarnos a hacer bien todas estas cosas conforme a las palabras de San Bernardo: Si tuvieses ahora que morir ¿harías esto o aquello?

Meditación.

Adoremos la bondad de Dios, que inspiró a la Iglesia la ceremonia de la Ceniza, para enseñarnos las disposiciones piadosas con que debemos pasar el santo tiempo de Cuaresma. Agradezcámosle tan sabia instrucción y roguémosle que nos la haga comprender y poner en práctica.

Punto Primero

La ceremonia de la Ceniza nos predica la penitencia y la mortificación.

Desde los tiempos más antiguos, la ceniza puesta en la cabeza ha sido un emblema de penitencia y de dolor. Job, doliéndose de haber defendido la causa de su inocencia en un lenguaje algo menos mesurado, exclamó: ¡Me acuso, señor, y hago penitencia de mi falta en el polvo y en la ceniza! (Job, XLII, 6). En penitencia del robo sacrílego cometido por Acán en la toma de Jericó, Josué y los ancianos israelitas se cubrieron la cabeza de ceniza (Jos., VII, 6). Más tarde, Judit, Ester, Mardoqueo y Judas Macabeo emplearon este medio para aplacar la ira del cielo. Jeremías y todos los profetas aconsejaron esta práctica a los judíos castigados por Dios (Jer., XXV, 34). En fin, nuestro Señor Jesucristo presentó la ceniza como un símbolo de penitencia cuando dijo que, si los habitantes de Tiro y de Sidón hubiesen visto los milagros obrados por El en el seno de la Judea, habrían hecho penitencia con el cilicio y la ceniza (Matth., XI, 21). Eso es lo que explica por qué la Iglesia primitiva distinguía por la ceniza a los penitentes, de los fieles, y el primer día de la Cuaresma cubría la cabeza de todos sus hijos, sin distinción ninguna, por la razón de que todo cristiano, como dice Tertuliano, ha nacido para vivir en la penitencia. La ceremonia de la Ceniza es como un sello que nos lleva a la penitencia, de tal manera que recibir la ceniza en la cabeza sin tener la contrición en el corazón, es aparentar un sentimiento que no se tiene, es una hipocresía. Entremos con gusto en el espíritu de penitencia desde el primer día de esta santa Cuaresma. El interés de nuestra salvación lo exige; Jesucristo lo declara formalmente con estas palabras: Si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis (Luc., XIII, 5): y nos lo enseñó aún mejor con su ejemplo, porque toda su vida no fue sino una penitencia continua. Todos los santos, a su imitación, han hecho penitencia, y nosotros ¿con qué derecho nos dispensaríamos de ella? Hemos pecado mucho, y todo pecado, aunque perdonado, exige penitencia. Tenemos pasiones que vencer, tentaciones que combatir, y la penitencia es el preservativo más seguro contra las unas y las otras. Interroguemos aquí nuestra conciencia: ¿tenemos el espíritu de penitencia que reclama el santo tiempo de Cuaresma?

Punto Segundo

La ceremonia de la Ceniza nos trae a la memoria el pensamiento de la muerte.

¡Mortales, nos dice hoy la Iglesia, acordaos que sois polvo y que en polvo os convertiréis!” El cristiano que oye estas palabras a los pies del altar, se presenta allí como la víctima que, sometida al fallo, viene a ofrecerse para ser, cunado quiera el soberano Árbitro de la vida y de la muerte, reducida a ceniza y sacrificada a su gloria. Por este acto parece decirle a Dios: “Señor, vengo a cumplir en espíritu lo que acabaréis en realidad. Habéis resuelto, en castigo de mis pecados, reducirme un día a ceniza. Vengo pues yo mismo a hacer el ensayo, porque desde hoy preveo el fallo de vuestra justicia y lo ejecuto”. La Iglesia, haciéndonos principiar la santa Cuaresma por esta aceptación solemne de la muerte, por el gran sacrificio de todo lo que tenemos y de todo lo que somos, nos da a entender que mira el pensamiento de la muerte como lo más a propósito para hacernos pasar santamente la Cuaresma, es decir, en el alejamiento del mal, en la práctica de la penitencia y de todas las virtudes. En efecto, ¿quién puede pensar seriamente en la muerte y no estar siempre pronto para comparecer delante de Dios, y no velar sobre sus acciones y sus palabras, y no mortificarse para expiar sus faltas pasadas y satisfacer a la justicia divina, y no multiplicar sus buenas obras y acrecentar sus méritos (Gál., VI, 10), y no desprenderse de todo lo que puede durar tan poco y tener presentes a cada momento las palabras de San Bernardo: Si muriera después de esta Confesión, ¿cómo lo haría? después de esta Comunión, ¿cómo me dispondría? después de esta conversación, ¿cómo hablaría? al fin de esta semana, de este mes, ¿cómo me conduciría? Pidamos a Dios nos haga comprender bien esta lección de la muerte y deducir las consecuencias prácticas, propias para la santificación de la Cuaresma.


*** P. Andrés HAMÓN: Meditaciones para uso del clero y de los fieles para todos los días del año. Bs. As., Guadalupe, 1962, 2º Edición, Tomo I, pp. 482-485.

19 de febrero de 2012

Domingo de Quincuagésima.


Los verdaderos hijos de la Iglesia saben que el eco alegre del Alleluia abandonó los templos hace ya quince días, que se prepara en el ciclo del año una estación de penitencia y de renovación, y que, como dice el poeta: La vida pasa como las naves, como las nubes, como las sombras.

La curación del ciego - El Greco


Por Fr. Justo Pérez de Urbel, OSB ***

A nuestra caravana espiritual se junta hoy un peregrino de aspecto venerable, de majestuosa presencia, de profética mirada. Es Abraham, el padre de nuestra fe. Apacentaba sus rebaños, vigilaba sus siervos y ofrecía sus sacrificios allá en las orillas del Eufrates, cuando la voz del Señor repercutió en el fondo de su alma. “Sal de tu país –le decía-, deja tu parentela, abandona tu casa y ven a la tierra que Yo te mostraré”. Son las mismas palabras que hemos oído nosotros, las que nos empujan infatigablemente en esta peregrinación ansiosa de nuestra vida, las que nos alientan en nuestros desfallecimientos  y nos consiguen la victoria en nuestras luchas. Y no hemos equivocado el camino, puesto que en el encontramos hoy al hombre según el corazón de Dios, al que recibió la más pingüe de las bendiciones y mereció la más alta de las recompensas: “Un gran pueblo saldrá de ti, glorificaré tu nombre y serás bendecido”.

El anciano nos mira bondadoso y entre su barba fluvial se dibuja una sonrisa que parece decir: “He aquí el pueblo de que me hablaba la voz en las praderas de Harán”. Y nosotros le examinamos con admiración. Porque ese hombre lleva en sus venas la sangre que debe salvar al mundo. ¡Qué pequeño le parece el Jordán cuando se acuerda de los grandes ríos de su tierra! ¡Qué áridos los montes de Betel, cuando los compara con las llanuras de Mesopotamia, cuna de imperios! Pero el sigue creyendo; en las rutas de Egipto y de Siria, cuando levanta su tienda frente al mar de los griegos, y bajo la paz de las noches rutilantes del desierto de Arabia, la celeste promesa vibra sin cesar en su oído: “En ti serán bendecidas todas las generaciones de la tierra”. Tiene un hijo, un solo hijo, y se prepara a sacrificarle par obedecer a una orden misteriosa; pero su fe no vacila un instante. “Sigue aguardando siempre –dice San Pablo- la ciudad cuyo autor es el mismo Dios”. En la lejanía descubre sus muros torreados, sus jardines rutilantes y aquellas doce puertas, hechas de piedras preciosas, que descubrirá más tarde el autor del Apocalipsis. Y un día, en el templo de Jerusalén, se pronunciaron estas enigmáticas palabras: “Abraham esperó ansiosamente mi día; le vió y se estremeció de gozo”. Empezaba a congregarse el pueblo prometido, a ser bendecidas las gentes, a iluminarse la ciudad paulina y a cumplirse la promesa milenaria. Y ante la figura admirable del patriarca, nosotros repetimos, llenos de agradecimiento, aquellas palabras de un santo Padre: “¡Oh hombre verdaderamente cristiano antes de Cristo, hombre evangélico antes del Evangelio, hombre apostólico antes de los Apóstoles!”.

Pero este recuerdo de Abraham, que hoy nos trae la liturgia, encierra para nosotros una grave advertencia. También nosotros estamos fuera de nuestra patria. Desearla, caminar hacia ella, acercarnos a ella cada día, vivir desde ahora en ella por la esperanza y el amor, sin perder nunca de vista los pináculos rutilantes de las eternas moradas: tal debe ser la actitud de todos los que no tenemos aquí abajo una ciudad permanente. A nuestro lado hierve la concupiscencia, se estremece la carne, trepida el instinto y relincha la pasión. Los verdaderos hijos de la Iglesia saben que el eco alegre del Alleluia abandonó los templos hace ya quince días, que se prepara en el ciclo del año una estación de penitencia y de renovación, y que, como dice el poeta:

La vida pasa como las naves,
como las nubes, como las sombras.

Junto a los muros de Jericó resuena la voz de Jesús anunciando su Pasión dolorosa: “He aquí que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los gentiles, flagelado y cubierto de oprobios y salivas”. Es un sarcasmo, una irrisión engolfarse en el placer, cuando un Dios pronuncia estas palabras, y cuando su discípulo nos dice: “No améis al mundo ni cuanto es del mundo; el que ama al mundo no goza del amor del Padre”. El mundo es esa región del pecado, de la infidelidad y la desesperanza; esa región de la cual, a una orden de Dios, se alejó Abraham, nuestro sublime modelo; aquella Babilonia donde gimen los cautivos, cuyo río está lleno de llantos y amarguras, y de la cual dijo el Señor aquella palabra temible: “Yo no ruego por el mundo”. También allí resuena la maldición sombría del Génesis: “Polvo eres y en polvo te convertirás”. Pero la contestación es aquella actitud inconsciente de los impíos, a quienes hace decir el libro de la Sabiduría: “Ya lo sabemos: el tiempo de nuestra vida es breve, y nadie ha vuelto a contar lo que pasa más allá de la tumba. Nacimos de la nada, y seremos como si no hubiéramos sido; porque el hálito de nuestras narices es un poco de humo y una centella fugaz la palabra que conmueve nuestro corazón. Se extingue, y nuestro cuerpo se convierte en ceniza, nuestro espíritu se desvanece sin ruido, como brisa impalpable y nuestra vida pasa como el vestigio de una nube o como la niebla que disipan los labios del sol. Venid, pues; gocemos de la vida, que la juventud se va para no volver; escanciemos los vinos preciosos, cubrámonos de ungüentos, coronémonos de rosas antes que se marchiten, y no dejemos que se pase la flor del tiempo. Este es nuestro destino”.

Mientras el ciudadano de Babilonia ríe frenéticamente con amarga risa, el hijo de la promesa, el habitante de Jerusalén se prepara en el llanto a la conquista de la nueva alegría. “Eres polvo”, le dice una voz, llenándole de angustia; pero otra le levanta y conforta diciéndole: “Serás semejante a Dios, beberás el vino de la inmortalidad, gozarás de la dicha que no se acaba”. La vida se le presenta como un combate y el mundo como una palestra. Oye la voz de la Iglesia, que le llama para adentrarle en los ejercicios de la milicia espiritual y, vestido de la armadura que le entrega el Apóstol: el ceñidor de la verdad, la coraza de la justicia, el escudo de la fe y el casco de la esperanza, se presenta confiado en el campamento. “Eres polvo”, le dice; pero la inmensa bondad de Dios se ha dignado amar ese polvo y amasar con él una gloria inefable. Somete la voluntad, inclina la cabeza, recibe la ceniza, y esos polvillos blancos se le convertirán en polvo de oro, precio de la inmortalidad.


*** Fr. Justo PÉREZ DE URBEL: Itinerario litúrgico. Bs. As., Poblet, 1945, Cap. XV

Quincuagésima (otra lectura).


Hagamos promesa a Jesucristo de abominar los desórdenes del mundo y no dejemos pasar estos santos días sin pedirle que nos ilumine y nos convierta. Temamos, con San Agustín, dejarlos pasar sin mejorarnos.

El País de Jauja - Brueghel el Viejo


por el Padre Andrés Hamón ***

Meditaremos hoy sobre los tres días que van a venir y veremos lo que debemos: 1º a Jesucristo; 2º al prójimo; 3º a nosotros mismos, para tener tres días de penitencia y mortificación. Tomaremos enseguida la resolución: 1º de pasar estos tres días en recogimiento y oración y hacer fervorosas visitas al Santísimo Sacramento; 2º de no conceder nada al espíritu del mundo en estos días y de practicar, al contrario, algunos actos de penitencia y de mortificación. Nuestro ramillete espiritual serán aquellas palabras de Nuestro Señor a sus Apóstoles: El mundo se regocijará y vosotros os entristeceréis; pero vuestra tristeza se convertirá en gozo.

Meditación de la Mañana

Adoremos a Jesucristo en los dos hechos de que nos habla el Evangelio de este día. Por una parte, predica su Pasión; por otra, da la vista a un ciego de nacimiento. La historia de estos dos acontecimientos es de notable aplicación en estos días de libertad, que nos hacen ver, de un lado, la Pasión del Salvador renovada por los desórdenes del carnaval, y del otro, el mundo tan ciego para las cosas de Dios y de la eternidad. Hagamos promesa a Jesucristo de abominar los desórdenes del mundo y no dejemos pasar estos santos días sin pedirle que nos ilumine y nos convierta. Temamos, con San Agustín, dejarlos pasar sin mejorarnos.

Punto Primero

Por amor a Jesucristo debemos hacer de estos tres días, días de penitencia y mortificación.

Nunca nos penetraremos bastante de todos los dolores que ocasionaron al Corazón de Jesús los desórdenes del mundo en estos tres días, cuando desde el Huerto de los Olivos los vio indistintamente en la serie de los siglos. Sería innecesario para ello amar a Dios como El, comprender como El la enormidad del pecado, que desprecia el poder de Dios, desafía su justicia, ultraja su santidad, desdeña su bondad y desconoce sus beneficios: injuria horrible que El ve multiplicarse por millares de veces durante estos tres días; sería preciso amar a los hombres como El, comprender como El la desgracia de esas almas que no quieren salvarse y se obstinan en perderse, mirar sus padecimientos inútiles y su amor infructuoso para tantas almas que van a arrojarse al infierno. ¡Oh dolor insoportable! Su alma está triste hasta la muerte. ¿Acaso no es deber de los amigos tomar parte en los dolores del amigo a quien se ve padecer, e ir a consolarle y visitarle? Jesucristo, expuesto en nuestros altares, nos llama a cumplir este gran deber. No le amamos, si no nos asociamos a sus dolores y si le dejamos repetir la triste queja que exhalaba, en otro tiempo, por boca del Profeta: He buscado almas que de Mí se compadecieran y no las he encontrado (Ps. LXVIII, 21).

Punto Segundo

Por amor al prójimo debemos hacer, de estos tres días, días de penitencia y de mortificación.

¡Ay! los hombres que se pierden son nuestros hermanos; y ¿no merecen que nos compadezcamos de ellos? Y ¿cómo probaremos que los amamos, si la desgracia en que se precipitan no nos conmueve, si no oramos y no hacemos penitencia por ellos? “Aunque se tratara de la pérdida de una sola alma, dice San Agustín, se necesitaría tener corazón de acero y más duro que el diamante, para ser insensible a tanta desgracia”. ¿Qué debe ser, pues, cuando son tantas las almas que se pierden; sobre todo en estos días, en que en número mayor que de ordinario se alistan bajo la bandera de Satanás? ¡Ah! si tuviéramos caridad, si amáramos al prójimo como a nosotros mismos, si le amáramos como Jesucristo nos ha amado, según el precepto que nos impuso ¡qué penitencias y mortificaciones no nos impondríamos por los pobres pecadores! ¿Cuáles son nuestras disposiciones para estos santos días?

Punto Tercero

Deber nuestro es hacer, de estos tres días, días de penitencia y de mortificación.

En efecto, Nuestro Señor vincula a esta práctica una promesa de salvación y una prenda de predestinación. “A vosotros”, dice a sus Apóstoles, “que me sois fieles en estos días de tribulación, privándoos de los placeres del mundo para recordar mi cruz, os prometo daros mi reino, haceros gustar las delicias del cielo y colocaros sobre tronos, desde donde juzgaréis a las doce tribus de Israel” (Luc., XXII, 82, 30). Y a más, promete a los que se entristecen por su amor mientras el mundo goza, que “su tristeza se convertirá en una alegría eterna” (Joan., XVI, 20-22). Tales promesas nos muestran la participación que tendrán en la gloria los que sigan a Nuestro Señor. Unos pasan su tiempo en los placeres del siglo; y otros, en el llanto y las prácticas de penitencia; pero, en pos de esas lágrimas vendrá una alegría sin fin. En esta alternativa, ¿qué partido tomaremos? ¿podremos vacilar un momento siquiera?


*** P. Andrés HAMÓN: Meditaciones para uso del clero y de los fieles para todos los días del año. Bs. As., Guadalupe, 1962, 2º Edición, Tomo I, pp. 436-440.

12 de febrero de 2012

Domingo de Sexagésima.


Con este recuerdo sombrío, con esta dura lección nos prepara la liturgia durante la semana de sexagésima a los ejercicios del tiempo cuaresmal, que se acerca.

Paisaje con la Parábola del Sembrador - Brueghel el Viejo


Por Fr. Justo Pérez de Urbel, OSB ***

“Viendo Dios que la malicia de los hombres iba acrecentándose sobre la tierra, y que todos los pensamientos de su corazón se inclinaban constantemente hacia el mal, arrepintióse de haber hecho al hombre sobre la tierra”. Así, con esta expresión ingenua y audaz al mismo tiempo, a no ser que queramos llamarla sublime, empieza Moisés su relato de la gran catástrofe del Diluvio. “Toda carne había corrompido su camino”. La vida era entonces muy larga; la tierra, casi virgen todavía, daba sus frutos generosamente; no había problemas sociales, y todo invitaba a vivir y a gozar. Mucha tierra y pocos brazos; trabajo escaso y rendimiento abundante. Los hijos de Set se enlazaban con las hijas de Caín, aprendían sus prevaricaciones y se entregaban a sus costumbres desenfrenadas. Durante algún tiempo, un anciano venerable, de encorvada espalda y ojos hinchados por el llanto, atravesaba los corros de los bebedores y danzantes sembrando palabras de reproche y trazando en el aire gestos severos. Su presencia aguaba las fiestas y hacía caer los puños. “Es el padre de todos, decían las gentes; el que vio las maravillas del Paraíso, el que recibió las visitas de Jehová en los atardeceres”. Pero un día Adán desapareció para siempre. Ni su llanto, ni sus quejas amargas, ni sus misteriosos relatos volvieron a enturbiar los banquetes. Creció la malicia, se embraveció el crimen, la lujuria ya no tuvo freno y la bestialidad de los hombres “llenó de duelo el corazón de Dios”. Sobre la tierra contaminada resonó aquella amenaza terrible: “Voy a exterminar toda la raza humana; lo destruiré todo, desde el hombre hasta los animales, desde los reptiles hasta las aves del cielo”. Fue el Diluvio universal. Arrastrados por las aguas, los hombres se hundían en el fango o morían abrazados en las alturas; flotaban los cadáveres en la superficie, y por el aire cruzaban los lamentos y las maldiciones; caían las aves de presa sobre los muertos, y las bestias bramaban acosadas por las olas. Sólo un hombre había encontrado gracia delante de Dios: Noé. Zarandeada por los vendavales y azotada por las lluvias, su arca, calafateada de betún interior y exteriormente, desafiaba el oleaje, llevando en su seno los destinos y las esperanzas del género humano.

Con este recuerdo sombrío, con esta dura lección nos prepara la liturgia durante la semana de sexagésima a los ejercicios del tiempo cuaresmal, que se acerca. Es una ducha saludable, un sabio entrenamiento, que nos hace exclamar con San Pablo: “El estipendio del pecado es la muerte”. La ley de la vida lo exige, y con ella está de acuerdo la justicia de Dios. El ruido de las cataratas del firmamento, el choque de las nubes, el rugido de las aguas, que lanzadas por la cólera divina, sumergieron la tierra y sus habitantes, deben crear en nosotros un santo temor y sacarnos de nuestra vida rutinaria o pecaminosa. La semana anterior la Iglesia nos recordaba el pecado de Adán, un pecado racial más que personal, pero cuyas consecuencias nos afectan terriblemente; esta semana nos invita a confesar y a llorar nuestros propios pecados, nuestros pecados actuales y personales. Más felices que los contemporáneos de Noé, nosotros hemos recibido una luz más abundante, hemos sido purificados por una sangre divina, una gracia más copiosa nos ha sostenido y fortalecido; y, sin embargo, también nosotros hemos corrompido nuestros caminos.

Nosotros, es verdad, tenemos la promesa infalible: ningún diluvio asolará de nuevo la tierra. El arco iris es la rúbrica de Dios. Pero la Providencia tiene que justificarse siempre en sus obras. Ha habido invasiones, los pueblos se han desencadenado unos con otros, oleadas de sangre han destruido civilizaciones enteras, han estallado revoluciones violentas, y la espada y la peste, el cañón y el aeroplano, mensajeros divinos, recorren la tierra sin cesar. ¿No se diría que también hoy se abren las cataratas del cielo y que la ola vengadora de la barbarie va a destruir los frutos de nuestros esfuerzos milenarios? Y dictamos leyes y más leyes, y formamos pactos internacionales, y aumentamos los fusiles y multiplicamos la fuerza pública; sin pensar que también nosotros hemos corrompido nuestros caminos, olvidando las leyes fundamentales de la humanidad, conspirando contra el Señor y contra su Cristo, y gritando como los impíos del salmo: “Rompamos sus  cadenas y arrojemos su yugo de nosotros”. Y viene como consecuencia la realización de la amenaza bíblica, que se cierne como un fantasma sobre el mundo moderno: “Los regiré con vara de hierro y los desmenuzaré como un vaso de arcilla”.

Afortunadamente, sobre todas las tempestades flota el arca de salvación, la nave hospitalaria que ofrece un abrigo a todos los hombres de buena voluntad. Desde que el piloto celeste, hace veinte siglos, la arrojó sobre los mares alborotados de este mundo, camina recogiendo en su seno a los elegidos, siempre amenazada y triunfante siempre de todos los peligros. Y los que en ella navegamos, los que formamos parte de esta familia de la Santa Iglesia, tenemos la esperanza cierta de que ella nos llevará a las playas de la eternidad bienaventurada.

*** Fr. Justo PÉREZ DE URBEL: Itinerario litúrgico. Bs. As., Poblet, 1945, Cap. XIV

11 de febrero de 2012

Retorno de la Misa Tradicional a la Ciudad de La Plata.

Desde el domingo 05 de febrero de 2012
Todos los domingos a las 12:00 hs



Parroquia y Santuario de la Medalla Milagrosa
Calle 75 entre 6 y 7

La Plata, Buenos Aires

Línea 520 14 para en la esquina de la parroquia.


7 de febrero de 2012

Ejemplar - Un obispo italiano exige a sus sacerdotes obediencia a Summorum Pontificum


Tomado de la Buhardilla de Jerónimo

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Presentamos nuestra traducción de una Carta que Mons. Oliveri, obispo de Albenga-Imperia, ha escrito a sus sacerdotes, en la cual, incluso con palabras severas, corrige la actitud de algunos hacia el Motu Proprio Summorum Pontificum del Papa Benedicto XVI y a disposiciones litúrgicas del propio obispo.

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Queridos sacerdotes y diáconos,


Es con mucha amargura de ánimo que he debido constatar que no pocos de vosotros habéis asumido y expresado una incorrecta actitud de mente y de corazón frente a la posibilidad, dada a los fieles por el Motu Proprio Summorum Pontificum del Papa Benedicto XVI, de tener la celebración de la Santa Misa “en la forma extraordinaria”, según el Misal del beato Juan XXIII, promulgado en 1962.


En la Tre Giorni del Clero de septiembre de 2007, indiqué con fuerza y claridad cuál es el valor y el sentido del Motu Proprio, cómo se debe interpretar y cómo se debe acoger, con la mente abierta al contenido magisterial del Documento y con la voluntad pronta a una convencida obediencia. La toma de posición del Obispo no faltaba a su sosegada autoridad, convalidada por su plena concordancia con un acto solemne del Sumo Pontífice. La toma de posición del Obispo estaba fundada en la racionalidad de su argumentar teológico sobre la naturaleza de la Divina Liturgia, de su inmutabilidad de la sustancia en sus contenidos sobrenaturales, y estaba además fundada en cuestiones de orden práctico, concreto, de sentido común eclesial.


Las reacciones negativas al Motu Proprio y a las indicaciones teológicas y prácticas del Obispo son casi siempre de carácter emotivo y dictadas por un razonamiento teológico superficial, es decir, por una visión “teológica” más bien pobre y miope, que no parte y que no alcanza la verdadera naturaleza de las cosas que conciernen a la fe y al obrar sacramental de la Iglesia, que no se nutre de la perenne Tradición de la Iglesia, que se fija en cambio en aspectos marginales o, por lo menos, incompletos de las cuestiones. No sin razón, en la citada Tre giorni, había hecho preceder a las indicaciones operativas y a las líneas de acción una exposición doctrinal sobre la “inmutable naturaleza de la Liturgia”.


He sabido que en algunas zonas, por parte de diversos sacerdotes y párrocos, ha existido la manifestación casi de burla hacia fieles que han pedido valerse de la facultad, más aún del derecho, de tener la celebración de la Santa Misa en la forma extraordinaria; y también la expresión de desprecio y casi de hostilidad frente a los hermanos sacerdotes bien dispuestos a comprender y secundar los pedidos de los fieles. También se ha opuesto una prohibición, no muy serena, sosegada y razonada (pero bien razonada no podía ser) de publicar avisos de la celebración de la Santa Misa en la “forma extraordinaria” en determinada iglesia, a determinado horario.


Pido que se deponga toda actitud no conforme a la comunión eclesial, a la disciplina de la Iglesia y a la obediencia convencida que se debe a actos importantes de magisterio o de gobierno.


Estoy convencido de que este pedido mío será acogido en espíritu de filial respeto y obediencia.


Siempre con referencia a la intervención del Obispo en aquella Tre Giorni del Clero del 2007, debo todavía volver sobre la debida aplicación de las indicaciones dadas por el Obispo sobre la buena disposición que debe tener todo lo que concierne al espacio de la iglesia que es justamente llamado “presbiterio”. Las indicaciones “Acerca del reordenamiento de los presbíteros y la posición del altar” han sido luego retomadas en el opúsculo “La Divina Liturgia”, en las páginas 23-26.


Aquellas indicaciones, a más de cuatro años de distancia, no han sido aplicadas en todos lados y por todos. Eran y son indicaciones razonables, fundadas sobre buenos principios y criterios de orden general, litúrgico y eclesial. He dado tiempo para que sobre ellas los sacerdotes, y sobre todo los párrocos, razonasen con los Consejos parroquiales Pastorales y Económicos, y se realizase también una oportuna catequesis litúrgica a los fieles. Quien hubiese considerado las indicaciones no oportunas o de difícil aplicación, habría podido fácilmente hablar con el Obispo, con ánimo abierto, para una mejor comprensión de las razones que han impulsado al Obispo a darlas, para que fuesen puestas en práctica de la manera más homogénea posible en todas las iglesia de la diócesis. Estas indicaciones no son ciertamente contrarias a las normas e incluso al “espíritu” de la reforma litúrgica que se llevado a cabo en el post-Concilio y partiendo del Concilio Vaticano II. Si alguno hubiese tenido dudas fundadas, habría podido expresarlas con sinceridad y con apertura al razonamiento sereno, y con la voluntad dirigida a la obediencia, después que la mente hubiese tenido mayor iluminación.


Estimo que ahora ya ha transcurrido un amplio tiempo de espera y de tolerancia, y por lo tanto ha llegado el momento de la ejecución de aquellas indicaciones por parte de todos, de modo que se llegue a la próxima Pascua con todos los presbiterios reordenados, o al menos con el estudio del reordenamiento decididamente puesto en marcha, allí donde éste requiera algunas dificultades de aplicación.


Debe ser dicho que la no aplicación de las indicaciones, en el tiempo que he mencionado, no podría ser considerada sino como una desobediencia explícita. Pero tengo confianza y esperanza en que esto no ocurra.


Me aflige no poco el haber debido escribir esta Carta, asegurándoos que la consideraré como no escrita si tiene una buena acogida y un efecto positivo.


Lo escrito lleva consigo todo mi deseo de que sirva para reavivar y reforzar nuestra comunión eclesial y nuestra común voluntad de cumplir nuestro ministerio con renovada fidelidad a Cristo y a su Iglesia.


Os pido finalmente mucha oración por mí y por mi ministerio apostólico, y de corazón os bendigo.


Albenga, 1° de enero de 2012, Solemnidad de la Madre de Dios.


Monseñor Mario Oliveri, obispo.


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Fuente: Diócesis de Albenga-Imperia


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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5 de febrero de 2012

Domingo de Septuagésima.


Ya no acertamos a cantar el Alleluia, que es un canto de júbilo triunfal; nos olvidamos también del estribillo angélico de la noche de Navidad, del Gloria in excelsis Deo. No es hora de paz, sino de guerra, de ascesis, de trabajo.

Parábola de los Viñadores - Domenico Fetti


Por Fr. Justo Pérez de Urbel, OSB ***


Durante unas semanas hemos caminado en la alegría por la gracia de la regeneración, que nos comunica el Sol divino. Pero el misterio de Navidad es sólo el primer eslabón de la cadena, es la puerta de los otros misterios, es de la tierra, no del cielo. San Agustín decía en un sermón: “Aún no podemos contemplar el resplandor de Aquel que ha sido engendrado por el Padre antes de la aurora; aún no podemos comprender cómo su nombre es antes que el sol; aún no podemos ver al Hijo único, que habita en el seno del Padre, ni estamos maduros para el festín de la gloria”. Esta madurez es fruto del trabajo, del trabajo de Jesús y del nuestro, un trabajo lento, paciente y porfiado, un trabajo que exige constancia y heroísmo. Cristo ha nacido; primer anuncio de nuestra redención, llave de nuestra esperanza, principio de una hazaña que terminará infaliblemente con la conquista del cielo. Razón teníamos para acercarnos a la cuna del divino Emmanuel, que se dignó aparecer en la forma de un niño a fin de atraernos con la gracia y los hechizos de la edad primera. Nuestro corazón no acertaba a salir de la gruta prodigiosa; pero también Él ha tenido que salir, llevado por su destino. La obra de nuestra redención le reclamaba, y ya no lo veremos como niño, ni como un adolescente, sino como el hombre de los trabajos, de las fatigas, de los sufrimientos, como el maestro, como el pastor que, con amor entrañable, persigue la oveja descarriada, sin hallar en este mundo que es obra de sus manos, un lugar en que reclinar su cabeza. Nuestro deber es seguirle, escuchar sus enseñanzas, abrir nuestros corazones a sus preceptos, caminar a su lado generosamente, lo mismo en los días de luz que en las horas tristes.

Henos aquí ahora en un momento que nos invita a reflexionar. El horizonte se cierra súbitamente; el pesebre de Belén se pierde en la lejanía; ya no vemos siquiera la polvareda de los Reyes Magos atravesando el desierto: luces, cánticos, zambombas, vestimentas reales, todo esto desaparece para dejar paso a una visión más lejana, más grandiosa y más impresionante. La voz mosaica nos sorprende con el relato de los orígenes del mundo, de la vida y del hombre. “En el principio creó Dios el cielo y la tierra”. Con una rapidez que nos sobrecoge, pasan ante nosotros las grandes escenas de los capítulos del Génesis: el caos primitivo, la aparición de la luz, el centellear de los astros en la infancia de las cosas, las luchas gigantescas de los grandes saurios, pobladores de las selvas vírgenes y de las aguas diluvianas, la alegría de las flores, atónitas ante la multiplicación  continua de sus hermanas lejanas, las estrellas, y, cerrando el ciclo, el paseo de los primeros seres a través de los jardines del Paraíso, un paseo que empieza en un idilio y termina en una tragedia al pie del árbol de la ciencia del bien y el mal. Es la historia de la caída del género humano, la raíz de todas las espinas que brotaron en la tierra, la fuente de todas las tristezas que se clavaron en el corazón de los hombres y la causa de todos los dolores que va a sufrir el Hombre Dios.

Nuestra admiración ante la grandeza de la obra creadora se trueca en amargura; nuestro corazón se encoge y nuestro camino se cubre de sombras. Nuestros cantos se convierten en lamentaciones: Circumdederunt me…: “Me rodearon los gemidos de la muerte, y los dolores del infierno me envolvieron, y en mi tribulación clamé al Señor”. No podemos olvidar que “un Niño ha nacido para nosotros”, y esta convicción sostiene nuestra esperanza; pero la realidad se nos presenta con toda su dureza punzante y sombría. Ya no acertamos a cantar el Alleluia, que es un canto de júbilo triunfal; nos olvidamos también del estribillo angélico de la noche de Navidad, del Gloria in excelsis Deo. No es hora de paz, sino de guerra, de ascesis, de trabajo. El Apóstol nos lo dice en la Epístola con una semejanza tomada de las costumbres romanas: “Hermanos, ¿no sabéis que, cuando se corre en el estadio, todos corren, pero sólo uno recibe la corona? Corred, pues, de tal modo que la consigáis”. Si en medio de las alegrías del nacimiento de Jesús, el Cristianismo nos había parecido una gloria fácil, a la cual bastaba abrir nuestros brazos, ahora se nos presenta como una conquista heroica, como una empresa que exige derroches de constancia, de esfuerzo y dinamismo. Nuestro itinerario se convierte en una marcha guerrera; vamos a reconquistar lo que nuestros padres perdieron. “El atleta se abstiene de todo para obtener una corona que se marchita. La nuestra será incorruptible.”

Tal es el paisaje litúrgico de estos días de Septuagésima, días de color morado, sin órgano, sin Gloria y sin Alleluia.

*** Fr. Justo PÉREZ DE URBEL: Itinerario litúrgico. Bs. As., Poblet, 1945, Cap. XIII

2 de febrero de 2012

La Candelaria.

Han pasado cuarenta días, cuarenta días de reclusión, durante los cuales la ley mosaica le prohibía acercarse al tabernáculo; cuarenta días de éxtasis, de adoración, de íntimos coloquios con aquel Dios que aún no sabía hablar. 



Por Fr. Justo Pérez de Urbel ***


Un misterio que cierra las amables efusiones de las alegrías de Navidad. María continúa en Belén, “revolviendo siempre en su corazón”, los sucesos portentosos de la noche inolvidable en que los ángeles anunciaron la paz al mundo. Son meditaciones de júbilo y terror al mismo tiempo. En los ojos del pequeñuelo hay reflejos de una felicidad insondable y de una inenarrable amargura, indicio y presentimiento de un destino de dolor y de victoria.


Han pasado cuarenta días, cuarenta días de reclusión, durante los cuales la ley mosaica le prohibía acercarse al tabernáculo; cuarenta días de éxtasis, de adoración, de íntimos coloquios con aquel Dios que aún no sabía hablar. ¿Qué le importaba a ella el templo de Salomón, donde dominaban los sacerdotes y hacían su negocio los saduceos, si tenía en su regazo aquella carne tierna y rosada que era al mismo tiempo templo y tabernáculo, y altar, y víctima, y sacerdote? Pero he aquí que José se le acerca, interrumpiendo aquellas extáticas alegrías. Ha terminado el plazo de la separación y la ley de Jehová urge: hay que subir a Jerusalén, hay que purificar a la recién parida, hay que rescatar al recién nacido, que, como todos los primogénitos, es propiedad del Señor, y hay que ofrecer el holocausto del cordero, o por lo menos, si la madre es pobre, el par de torcaces o palomas. María, ciertamente, estaba segura de que aquella ley no se había hecho para ella. ¿No era acaso el santuario purísimo del Espíritu Santo, siempre casta, pero más casta todavía desde que había vivido en sus entrañas el Dios de la santidad? No obstante, quiere obedecer, quiere mezclarse con las demás madres que llegan al templo diariamente para recobrar la pureza con el sacrificio. No ha llegado aún el momento de la revelación definitiva de su hijo: los pastores de Belén se volvieron a sus chozas, guardando en sus almas el secreto de su regocijo; los Magos de Oriente llegaron silenciosamente a su patria, sin ver de nuevo la santa ciudad, que se había conmovido con su venida; y el mismo nacimiento de Jesús en Belén debía permanecer ignorado de las gentes. Cuando llegue su hora se llamará el Nazareno. Como antes del edicto de Octaviano, el Hijo y la Madre obedecen ahora la ley de Moisés.


Sigamos al humilde cortejo: José y María, y, en los brazos de María, el recién nacido. Desde Belén Efratá hasta Jerusalén: gargantas y pegujales áridos, praderas con rebaños y pastores embozados en sus anguarinas, y campos donde verdean ya los trigales, que dan el nombre a la ciudad de David, montañas grises y llanuras grises con manchones verdes y amarillos. Pero hay algo que parece rejuvenecer al mundo: la tierra y el cielo y la naturaleza entera son alegrados y santificados por la presencia de su Creador. Va María envuelta en una atmósfera de arrobamiento, entre el interés o la indiferencia, o la incomprensión de los transeúntes. A su lado, José lleva la ofrenda que se ha de presentar al sacerdote. No, no es un cordero, que le hubiera costado quince denarios. Son ellos demasiado pobres; y además, ¿no será llamado aquel Niño el Cordero que quita los pecados del mundo? Su ofrenda es la ofrenda de la pobreza: dos palomas que aletean en una jaula y que son el símbolo de la castidad y de la fidelidad, de la simplicidad y de la inocencia.


Helos ya en las calles ruidosas de Jerusalén, abriéndose paso entre los cestos de los galileos que pregonan el pescado del Jordán, y los puestos de las vendedoras que expenden las verduras de Emaús y Betania; entran en el templo, pisan tímidamente aquellos pórticos  magníficos, que el Niño llamará más tarde guaridas de ladrones; José, un poco azorado; María, cubierto el rostro, el alma ajena a aquel ambiente de negocios sacrílegos. Tal vez algún levita se ríe de los dos provincianos; y, sin embargo, es aquél un momento solemne, un acontecimiento histórico, que había sido previsto y cantado por los profetas de Israel. Un día, cuando Zorobabel reconstruía la morada de Jehová, destruida por los asirios, desalentado porque no podía emular la magnificencia de Salomón, se sentó frente a las construcciones, lamentándose de su impotencia; y entonces fue cuando el profeta Ageo se acercó a él y le dijo: “No desmayes ni te entristezcas, porque he aquí lo que dice el Señor: Un poco de tiempo aún, y Yo haré temblar el cielo y la tierra; Yo estremeceré los imperios; y el Deseado de las gentes vendrá y llenará de gloria esta casa; y la gloria de esta segunda casa será mayor que la de la primera, porque en ella aparecerá la paz.”


La profecía se cumple en estos momentos: José entrega las dos avecillas; María presenta a su Hijo; el gran sacerdote toma en sus manos aquel retoño del tronco de David, y, aburrido tal vez, reza las palabras del ritual. Todo pasa en silencio. La vieja Sinagoga no sabe que este rito es el anuncio de su desaparición, la abrogación de su ley. Todo pasa en silencio; pero allí, en un ángulo, el viejo Simeón alza los ojos del rollo de las Escrituras, se estremece a ver a aquel Niño cuyo nombre le ha parecido descubrir en cada página bíblica, y canta el “Nunc dimitis”. Figura del mundo antiguo, envejecido en su larga expectación, se renueva, se rejuvenece como el águila; en cuanto toca con sus manos aquel fruto de vida, abre su boca jubilosa, une su voz a la voz de los reyes y los pastores y anuncia la “luz que iluminará a las gentes, la gloria del pueblo de Israel”. A sus voces acude Ana, la profetisa, y también ella comprende y adora; y las alabanzas de los dos ancianos, representantes de la sociedad antigua, se juntan para celebrar la aparición dichosa del Niño, que viene a renovar la faz de la tierra.


A ella nos juntamos todos los cristianos en la procesión graciosa de la Candelaria. Es una ingeniosa, una delicada manifestación de nuestro amor filial a María. Queremos acompañarla en su camino, queremos alumbrar su paso, queremos recordar aquella luz descubierta por el viejo sacerdote, y, recordando el misterio, tomamos en la diestra el cirio simbólico. No nos importa el origen pagano de este rito; no nos importa que sea un vestigio de las fiestas Lupercales o Amburbales, que lanzaban a la calle a los romanos blandiendo antorchas y recordando el paso de Ceres por las cimas del Etna; para nosotros, el cirio que el sacerdote bendice y pone en nuestras manos es la figura de Cristo; porque, como decía San Anselmo, en la cera, obra de la abeja virginal, vemos su cuerpo; en la mecha que la cera; en la mecha que la cera envuelve, su alma, y en la llama, su divinidad.


He aquí el profundo sentido de esta fiesta de la Purificación, fiesta antigua que se remonta a los tiempos constantinianos, y es la primera que en honor de María apareció en el cielo de la liturgia.


*** Fr. Justo PÉREZ DE URBEL: Itinerario litúrgico. Bs. As., Poblet, 1945, Cap. XI.