12 de febrero de 2012

Domingo de Sexagésima.


Con este recuerdo sombrío, con esta dura lección nos prepara la liturgia durante la semana de sexagésima a los ejercicios del tiempo cuaresmal, que se acerca.

Paisaje con la Parábola del Sembrador - Brueghel el Viejo


Por Fr. Justo Pérez de Urbel, OSB ***

“Viendo Dios que la malicia de los hombres iba acrecentándose sobre la tierra, y que todos los pensamientos de su corazón se inclinaban constantemente hacia el mal, arrepintióse de haber hecho al hombre sobre la tierra”. Así, con esta expresión ingenua y audaz al mismo tiempo, a no ser que queramos llamarla sublime, empieza Moisés su relato de la gran catástrofe del Diluvio. “Toda carne había corrompido su camino”. La vida era entonces muy larga; la tierra, casi virgen todavía, daba sus frutos generosamente; no había problemas sociales, y todo invitaba a vivir y a gozar. Mucha tierra y pocos brazos; trabajo escaso y rendimiento abundante. Los hijos de Set se enlazaban con las hijas de Caín, aprendían sus prevaricaciones y se entregaban a sus costumbres desenfrenadas. Durante algún tiempo, un anciano venerable, de encorvada espalda y ojos hinchados por el llanto, atravesaba los corros de los bebedores y danzantes sembrando palabras de reproche y trazando en el aire gestos severos. Su presencia aguaba las fiestas y hacía caer los puños. “Es el padre de todos, decían las gentes; el que vio las maravillas del Paraíso, el que recibió las visitas de Jehová en los atardeceres”. Pero un día Adán desapareció para siempre. Ni su llanto, ni sus quejas amargas, ni sus misteriosos relatos volvieron a enturbiar los banquetes. Creció la malicia, se embraveció el crimen, la lujuria ya no tuvo freno y la bestialidad de los hombres “llenó de duelo el corazón de Dios”. Sobre la tierra contaminada resonó aquella amenaza terrible: “Voy a exterminar toda la raza humana; lo destruiré todo, desde el hombre hasta los animales, desde los reptiles hasta las aves del cielo”. Fue el Diluvio universal. Arrastrados por las aguas, los hombres se hundían en el fango o morían abrazados en las alturas; flotaban los cadáveres en la superficie, y por el aire cruzaban los lamentos y las maldiciones; caían las aves de presa sobre los muertos, y las bestias bramaban acosadas por las olas. Sólo un hombre había encontrado gracia delante de Dios: Noé. Zarandeada por los vendavales y azotada por las lluvias, su arca, calafateada de betún interior y exteriormente, desafiaba el oleaje, llevando en su seno los destinos y las esperanzas del género humano.

Con este recuerdo sombrío, con esta dura lección nos prepara la liturgia durante la semana de sexagésima a los ejercicios del tiempo cuaresmal, que se acerca. Es una ducha saludable, un sabio entrenamiento, que nos hace exclamar con San Pablo: “El estipendio del pecado es la muerte”. La ley de la vida lo exige, y con ella está de acuerdo la justicia de Dios. El ruido de las cataratas del firmamento, el choque de las nubes, el rugido de las aguas, que lanzadas por la cólera divina, sumergieron la tierra y sus habitantes, deben crear en nosotros un santo temor y sacarnos de nuestra vida rutinaria o pecaminosa. La semana anterior la Iglesia nos recordaba el pecado de Adán, un pecado racial más que personal, pero cuyas consecuencias nos afectan terriblemente; esta semana nos invita a confesar y a llorar nuestros propios pecados, nuestros pecados actuales y personales. Más felices que los contemporáneos de Noé, nosotros hemos recibido una luz más abundante, hemos sido purificados por una sangre divina, una gracia más copiosa nos ha sostenido y fortalecido; y, sin embargo, también nosotros hemos corrompido nuestros caminos.

Nosotros, es verdad, tenemos la promesa infalible: ningún diluvio asolará de nuevo la tierra. El arco iris es la rúbrica de Dios. Pero la Providencia tiene que justificarse siempre en sus obras. Ha habido invasiones, los pueblos se han desencadenado unos con otros, oleadas de sangre han destruido civilizaciones enteras, han estallado revoluciones violentas, y la espada y la peste, el cañón y el aeroplano, mensajeros divinos, recorren la tierra sin cesar. ¿No se diría que también hoy se abren las cataratas del cielo y que la ola vengadora de la barbarie va a destruir los frutos de nuestros esfuerzos milenarios? Y dictamos leyes y más leyes, y formamos pactos internacionales, y aumentamos los fusiles y multiplicamos la fuerza pública; sin pensar que también nosotros hemos corrompido nuestros caminos, olvidando las leyes fundamentales de la humanidad, conspirando contra el Señor y contra su Cristo, y gritando como los impíos del salmo: “Rompamos sus  cadenas y arrojemos su yugo de nosotros”. Y viene como consecuencia la realización de la amenaza bíblica, que se cierne como un fantasma sobre el mundo moderno: “Los regiré con vara de hierro y los desmenuzaré como un vaso de arcilla”.

Afortunadamente, sobre todas las tempestades flota el arca de salvación, la nave hospitalaria que ofrece un abrigo a todos los hombres de buena voluntad. Desde que el piloto celeste, hace veinte siglos, la arrojó sobre los mares alborotados de este mundo, camina recogiendo en su seno a los elegidos, siempre amenazada y triunfante siempre de todos los peligros. Y los que en ella navegamos, los que formamos parte de esta familia de la Santa Iglesia, tenemos la esperanza cierta de que ella nos llevará a las playas de la eternidad bienaventurada.

*** Fr. Justo PÉREZ DE URBEL: Itinerario litúrgico. Bs. As., Poblet, 1945, Cap. XIV

11 de febrero de 2012

Retorno de la Misa Tradicional a la Ciudad de La Plata.

Desde el domingo 05 de febrero de 2012
Todos los domingos a las 12:00 hs



Parroquia y Santuario de la Medalla Milagrosa
Calle 75 entre 6 y 7

La Plata, Buenos Aires

Línea 520 14 para en la esquina de la parroquia.


7 de febrero de 2012

Ejemplar - Un obispo italiano exige a sus sacerdotes obediencia a Summorum Pontificum


Tomado de la Buhardilla de Jerónimo

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Presentamos nuestra traducción de una Carta que Mons. Oliveri, obispo de Albenga-Imperia, ha escrito a sus sacerdotes, en la cual, incluso con palabras severas, corrige la actitud de algunos hacia el Motu Proprio Summorum Pontificum del Papa Benedicto XVI y a disposiciones litúrgicas del propio obispo.

***

Queridos sacerdotes y diáconos,


Es con mucha amargura de ánimo que he debido constatar que no pocos de vosotros habéis asumido y expresado una incorrecta actitud de mente y de corazón frente a la posibilidad, dada a los fieles por el Motu Proprio Summorum Pontificum del Papa Benedicto XVI, de tener la celebración de la Santa Misa “en la forma extraordinaria”, según el Misal del beato Juan XXIII, promulgado en 1962.


En la Tre Giorni del Clero de septiembre de 2007, indiqué con fuerza y claridad cuál es el valor y el sentido del Motu Proprio, cómo se debe interpretar y cómo se debe acoger, con la mente abierta al contenido magisterial del Documento y con la voluntad pronta a una convencida obediencia. La toma de posición del Obispo no faltaba a su sosegada autoridad, convalidada por su plena concordancia con un acto solemne del Sumo Pontífice. La toma de posición del Obispo estaba fundada en la racionalidad de su argumentar teológico sobre la naturaleza de la Divina Liturgia, de su inmutabilidad de la sustancia en sus contenidos sobrenaturales, y estaba además fundada en cuestiones de orden práctico, concreto, de sentido común eclesial.


Las reacciones negativas al Motu Proprio y a las indicaciones teológicas y prácticas del Obispo son casi siempre de carácter emotivo y dictadas por un razonamiento teológico superficial, es decir, por una visión “teológica” más bien pobre y miope, que no parte y que no alcanza la verdadera naturaleza de las cosas que conciernen a la fe y al obrar sacramental de la Iglesia, que no se nutre de la perenne Tradición de la Iglesia, que se fija en cambio en aspectos marginales o, por lo menos, incompletos de las cuestiones. No sin razón, en la citada Tre giorni, había hecho preceder a las indicaciones operativas y a las líneas de acción una exposición doctrinal sobre la “inmutable naturaleza de la Liturgia”.


He sabido que en algunas zonas, por parte de diversos sacerdotes y párrocos, ha existido la manifestación casi de burla hacia fieles que han pedido valerse de la facultad, más aún del derecho, de tener la celebración de la Santa Misa en la forma extraordinaria; y también la expresión de desprecio y casi de hostilidad frente a los hermanos sacerdotes bien dispuestos a comprender y secundar los pedidos de los fieles. También se ha opuesto una prohibición, no muy serena, sosegada y razonada (pero bien razonada no podía ser) de publicar avisos de la celebración de la Santa Misa en la “forma extraordinaria” en determinada iglesia, a determinado horario.


Pido que se deponga toda actitud no conforme a la comunión eclesial, a la disciplina de la Iglesia y a la obediencia convencida que se debe a actos importantes de magisterio o de gobierno.


Estoy convencido de que este pedido mío será acogido en espíritu de filial respeto y obediencia.


Siempre con referencia a la intervención del Obispo en aquella Tre Giorni del Clero del 2007, debo todavía volver sobre la debida aplicación de las indicaciones dadas por el Obispo sobre la buena disposición que debe tener todo lo que concierne al espacio de la iglesia que es justamente llamado “presbiterio”. Las indicaciones “Acerca del reordenamiento de los presbíteros y la posición del altar” han sido luego retomadas en el opúsculo “La Divina Liturgia”, en las páginas 23-26.


Aquellas indicaciones, a más de cuatro años de distancia, no han sido aplicadas en todos lados y por todos. Eran y son indicaciones razonables, fundadas sobre buenos principios y criterios de orden general, litúrgico y eclesial. He dado tiempo para que sobre ellas los sacerdotes, y sobre todo los párrocos, razonasen con los Consejos parroquiales Pastorales y Económicos, y se realizase también una oportuna catequesis litúrgica a los fieles. Quien hubiese considerado las indicaciones no oportunas o de difícil aplicación, habría podido fácilmente hablar con el Obispo, con ánimo abierto, para una mejor comprensión de las razones que han impulsado al Obispo a darlas, para que fuesen puestas en práctica de la manera más homogénea posible en todas las iglesia de la diócesis. Estas indicaciones no son ciertamente contrarias a las normas e incluso al “espíritu” de la reforma litúrgica que se llevado a cabo en el post-Concilio y partiendo del Concilio Vaticano II. Si alguno hubiese tenido dudas fundadas, habría podido expresarlas con sinceridad y con apertura al razonamiento sereno, y con la voluntad dirigida a la obediencia, después que la mente hubiese tenido mayor iluminación.


Estimo que ahora ya ha transcurrido un amplio tiempo de espera y de tolerancia, y por lo tanto ha llegado el momento de la ejecución de aquellas indicaciones por parte de todos, de modo que se llegue a la próxima Pascua con todos los presbiterios reordenados, o al menos con el estudio del reordenamiento decididamente puesto en marcha, allí donde éste requiera algunas dificultades de aplicación.


Debe ser dicho que la no aplicación de las indicaciones, en el tiempo que he mencionado, no podría ser considerada sino como una desobediencia explícita. Pero tengo confianza y esperanza en que esto no ocurra.


Me aflige no poco el haber debido escribir esta Carta, asegurándoos que la consideraré como no escrita si tiene una buena acogida y un efecto positivo.


Lo escrito lleva consigo todo mi deseo de que sirva para reavivar y reforzar nuestra comunión eclesial y nuestra común voluntad de cumplir nuestro ministerio con renovada fidelidad a Cristo y a su Iglesia.


Os pido finalmente mucha oración por mí y por mi ministerio apostólico, y de corazón os bendigo.


Albenga, 1° de enero de 2012, Solemnidad de la Madre de Dios.


Monseñor Mario Oliveri, obispo.


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Fuente: Diócesis de Albenga-Imperia


Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

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5 de febrero de 2012

Domingo de Septuagésima.


Ya no acertamos a cantar el Alleluia, que es un canto de júbilo triunfal; nos olvidamos también del estribillo angélico de la noche de Navidad, del Gloria in excelsis Deo. No es hora de paz, sino de guerra, de ascesis, de trabajo.

Parábola de los Viñadores - Domenico Fetti


Por Fr. Justo Pérez de Urbel, OSB ***


Durante unas semanas hemos caminado en la alegría por la gracia de la regeneración, que nos comunica el Sol divino. Pero el misterio de Navidad es sólo el primer eslabón de la cadena, es la puerta de los otros misterios, es de la tierra, no del cielo. San Agustín decía en un sermón: “Aún no podemos contemplar el resplandor de Aquel que ha sido engendrado por el Padre antes de la aurora; aún no podemos comprender cómo su nombre es antes que el sol; aún no podemos ver al Hijo único, que habita en el seno del Padre, ni estamos maduros para el festín de la gloria”. Esta madurez es fruto del trabajo, del trabajo de Jesús y del nuestro, un trabajo lento, paciente y porfiado, un trabajo que exige constancia y heroísmo. Cristo ha nacido; primer anuncio de nuestra redención, llave de nuestra esperanza, principio de una hazaña que terminará infaliblemente con la conquista del cielo. Razón teníamos para acercarnos a la cuna del divino Emmanuel, que se dignó aparecer en la forma de un niño a fin de atraernos con la gracia y los hechizos de la edad primera. Nuestro corazón no acertaba a salir de la gruta prodigiosa; pero también Él ha tenido que salir, llevado por su destino. La obra de nuestra redención le reclamaba, y ya no lo veremos como niño, ni como un adolescente, sino como el hombre de los trabajos, de las fatigas, de los sufrimientos, como el maestro, como el pastor que, con amor entrañable, persigue la oveja descarriada, sin hallar en este mundo que es obra de sus manos, un lugar en que reclinar su cabeza. Nuestro deber es seguirle, escuchar sus enseñanzas, abrir nuestros corazones a sus preceptos, caminar a su lado generosamente, lo mismo en los días de luz que en las horas tristes.

Henos aquí ahora en un momento que nos invita a reflexionar. El horizonte se cierra súbitamente; el pesebre de Belén se pierde en la lejanía; ya no vemos siquiera la polvareda de los Reyes Magos atravesando el desierto: luces, cánticos, zambombas, vestimentas reales, todo esto desaparece para dejar paso a una visión más lejana, más grandiosa y más impresionante. La voz mosaica nos sorprende con el relato de los orígenes del mundo, de la vida y del hombre. “En el principio creó Dios el cielo y la tierra”. Con una rapidez que nos sobrecoge, pasan ante nosotros las grandes escenas de los capítulos del Génesis: el caos primitivo, la aparición de la luz, el centellear de los astros en la infancia de las cosas, las luchas gigantescas de los grandes saurios, pobladores de las selvas vírgenes y de las aguas diluvianas, la alegría de las flores, atónitas ante la multiplicación  continua de sus hermanas lejanas, las estrellas, y, cerrando el ciclo, el paseo de los primeros seres a través de los jardines del Paraíso, un paseo que empieza en un idilio y termina en una tragedia al pie del árbol de la ciencia del bien y el mal. Es la historia de la caída del género humano, la raíz de todas las espinas que brotaron en la tierra, la fuente de todas las tristezas que se clavaron en el corazón de los hombres y la causa de todos los dolores que va a sufrir el Hombre Dios.

Nuestra admiración ante la grandeza de la obra creadora se trueca en amargura; nuestro corazón se encoge y nuestro camino se cubre de sombras. Nuestros cantos se convierten en lamentaciones: Circumdederunt me…: “Me rodearon los gemidos de la muerte, y los dolores del infierno me envolvieron, y en mi tribulación clamé al Señor”. No podemos olvidar que “un Niño ha nacido para nosotros”, y esta convicción sostiene nuestra esperanza; pero la realidad se nos presenta con toda su dureza punzante y sombría. Ya no acertamos a cantar el Alleluia, que es un canto de júbilo triunfal; nos olvidamos también del estribillo angélico de la noche de Navidad, del Gloria in excelsis Deo. No es hora de paz, sino de guerra, de ascesis, de trabajo. El Apóstol nos lo dice en la Epístola con una semejanza tomada de las costumbres romanas: “Hermanos, ¿no sabéis que, cuando se corre en el estadio, todos corren, pero sólo uno recibe la corona? Corred, pues, de tal modo que la consigáis”. Si en medio de las alegrías del nacimiento de Jesús, el Cristianismo nos había parecido una gloria fácil, a la cual bastaba abrir nuestros brazos, ahora se nos presenta como una conquista heroica, como una empresa que exige derroches de constancia, de esfuerzo y dinamismo. Nuestro itinerario se convierte en una marcha guerrera; vamos a reconquistar lo que nuestros padres perdieron. “El atleta se abstiene de todo para obtener una corona que se marchita. La nuestra será incorruptible.”

Tal es el paisaje litúrgico de estos días de Septuagésima, días de color morado, sin órgano, sin Gloria y sin Alleluia.

*** Fr. Justo PÉREZ DE URBEL: Itinerario litúrgico. Bs. As., Poblet, 1945, Cap. XIII

2 de febrero de 2012

La Candelaria.

Han pasado cuarenta días, cuarenta días de reclusión, durante los cuales la ley mosaica le prohibía acercarse al tabernáculo; cuarenta días de éxtasis, de adoración, de íntimos coloquios con aquel Dios que aún no sabía hablar. 



Por Fr. Justo Pérez de Urbel ***


Un misterio que cierra las amables efusiones de las alegrías de Navidad. María continúa en Belén, “revolviendo siempre en su corazón”, los sucesos portentosos de la noche inolvidable en que los ángeles anunciaron la paz al mundo. Son meditaciones de júbilo y terror al mismo tiempo. En los ojos del pequeñuelo hay reflejos de una felicidad insondable y de una inenarrable amargura, indicio y presentimiento de un destino de dolor y de victoria.


Han pasado cuarenta días, cuarenta días de reclusión, durante los cuales la ley mosaica le prohibía acercarse al tabernáculo; cuarenta días de éxtasis, de adoración, de íntimos coloquios con aquel Dios que aún no sabía hablar. ¿Qué le importaba a ella el templo de Salomón, donde dominaban los sacerdotes y hacían su negocio los saduceos, si tenía en su regazo aquella carne tierna y rosada que era al mismo tiempo templo y tabernáculo, y altar, y víctima, y sacerdote? Pero he aquí que José se le acerca, interrumpiendo aquellas extáticas alegrías. Ha terminado el plazo de la separación y la ley de Jehová urge: hay que subir a Jerusalén, hay que purificar a la recién parida, hay que rescatar al recién nacido, que, como todos los primogénitos, es propiedad del Señor, y hay que ofrecer el holocausto del cordero, o por lo menos, si la madre es pobre, el par de torcaces o palomas. María, ciertamente, estaba segura de que aquella ley no se había hecho para ella. ¿No era acaso el santuario purísimo del Espíritu Santo, siempre casta, pero más casta todavía desde que había vivido en sus entrañas el Dios de la santidad? No obstante, quiere obedecer, quiere mezclarse con las demás madres que llegan al templo diariamente para recobrar la pureza con el sacrificio. No ha llegado aún el momento de la revelación definitiva de su hijo: los pastores de Belén se volvieron a sus chozas, guardando en sus almas el secreto de su regocijo; los Magos de Oriente llegaron silenciosamente a su patria, sin ver de nuevo la santa ciudad, que se había conmovido con su venida; y el mismo nacimiento de Jesús en Belén debía permanecer ignorado de las gentes. Cuando llegue su hora se llamará el Nazareno. Como antes del edicto de Octaviano, el Hijo y la Madre obedecen ahora la ley de Moisés.


Sigamos al humilde cortejo: José y María, y, en los brazos de María, el recién nacido. Desde Belén Efratá hasta Jerusalén: gargantas y pegujales áridos, praderas con rebaños y pastores embozados en sus anguarinas, y campos donde verdean ya los trigales, que dan el nombre a la ciudad de David, montañas grises y llanuras grises con manchones verdes y amarillos. Pero hay algo que parece rejuvenecer al mundo: la tierra y el cielo y la naturaleza entera son alegrados y santificados por la presencia de su Creador. Va María envuelta en una atmósfera de arrobamiento, entre el interés o la indiferencia, o la incomprensión de los transeúntes. A su lado, José lleva la ofrenda que se ha de presentar al sacerdote. No, no es un cordero, que le hubiera costado quince denarios. Son ellos demasiado pobres; y además, ¿no será llamado aquel Niño el Cordero que quita los pecados del mundo? Su ofrenda es la ofrenda de la pobreza: dos palomas que aletean en una jaula y que son el símbolo de la castidad y de la fidelidad, de la simplicidad y de la inocencia.


Helos ya en las calles ruidosas de Jerusalén, abriéndose paso entre los cestos de los galileos que pregonan el pescado del Jordán, y los puestos de las vendedoras que expenden las verduras de Emaús y Betania; entran en el templo, pisan tímidamente aquellos pórticos  magníficos, que el Niño llamará más tarde guaridas de ladrones; José, un poco azorado; María, cubierto el rostro, el alma ajena a aquel ambiente de negocios sacrílegos. Tal vez algún levita se ríe de los dos provincianos; y, sin embargo, es aquél un momento solemne, un acontecimiento histórico, que había sido previsto y cantado por los profetas de Israel. Un día, cuando Zorobabel reconstruía la morada de Jehová, destruida por los asirios, desalentado porque no podía emular la magnificencia de Salomón, se sentó frente a las construcciones, lamentándose de su impotencia; y entonces fue cuando el profeta Ageo se acercó a él y le dijo: “No desmayes ni te entristezcas, porque he aquí lo que dice el Señor: Un poco de tiempo aún, y Yo haré temblar el cielo y la tierra; Yo estremeceré los imperios; y el Deseado de las gentes vendrá y llenará de gloria esta casa; y la gloria de esta segunda casa será mayor que la de la primera, porque en ella aparecerá la paz.”


La profecía se cumple en estos momentos: José entrega las dos avecillas; María presenta a su Hijo; el gran sacerdote toma en sus manos aquel retoño del tronco de David, y, aburrido tal vez, reza las palabras del ritual. Todo pasa en silencio. La vieja Sinagoga no sabe que este rito es el anuncio de su desaparición, la abrogación de su ley. Todo pasa en silencio; pero allí, en un ángulo, el viejo Simeón alza los ojos del rollo de las Escrituras, se estremece a ver a aquel Niño cuyo nombre le ha parecido descubrir en cada página bíblica, y canta el “Nunc dimitis”. Figura del mundo antiguo, envejecido en su larga expectación, se renueva, se rejuvenece como el águila; en cuanto toca con sus manos aquel fruto de vida, abre su boca jubilosa, une su voz a la voz de los reyes y los pastores y anuncia la “luz que iluminará a las gentes, la gloria del pueblo de Israel”. A sus voces acude Ana, la profetisa, y también ella comprende y adora; y las alabanzas de los dos ancianos, representantes de la sociedad antigua, se juntan para celebrar la aparición dichosa del Niño, que viene a renovar la faz de la tierra.


A ella nos juntamos todos los cristianos en la procesión graciosa de la Candelaria. Es una ingeniosa, una delicada manifestación de nuestro amor filial a María. Queremos acompañarla en su camino, queremos alumbrar su paso, queremos recordar aquella luz descubierta por el viejo sacerdote, y, recordando el misterio, tomamos en la diestra el cirio simbólico. No nos importa el origen pagano de este rito; no nos importa que sea un vestigio de las fiestas Lupercales o Amburbales, que lanzaban a la calle a los romanos blandiendo antorchas y recordando el paso de Ceres por las cimas del Etna; para nosotros, el cirio que el sacerdote bendice y pone en nuestras manos es la figura de Cristo; porque, como decía San Anselmo, en la cera, obra de la abeja virginal, vemos su cuerpo; en la mecha que la cera; en la mecha que la cera envuelve, su alma, y en la llama, su divinidad.


He aquí el profundo sentido de esta fiesta de la Purificación, fiesta antigua que se remonta a los tiempos constantinianos, y es la primera que en honor de María apareció en el cielo de la liturgia.


*** Fr. Justo PÉREZ DE URBEL: Itinerario litúrgico. Bs. As., Poblet, 1945, Cap. XI.

1 de febrero de 2012

Aviso: Santa Misa, domingo 05 de febrero.


Santa Misa según el Rito Tradicional
(Cantada)

Próximo 5 de febrero
(Domingo de Septuagésima)

11:30 hs
Parroquia de Nuestra Señora del Valle
(Juramento esquina Brasil)
Rawson

Se ruega traer (quien pueda) misal propio para fieles.

Más información: unavocesanjuan@gmail.com

¡Asista con toda la familia!

Lugares de Misa Tradicional en San Luis, Argentina .

(Según Summorum Pontificum)

Acceder a toda la información relacionada con la Región Cuyo, haciendo click aquí.




1. Convento de las Hermanas de Ntra. Sra. del Carmen:
Dirección: Potrero de los Funes (Calle Los Paraísos s/n)
Misa Tradicional de lunes a viernes.
Para  contactarse (en horario prudente): (Celular) 2664 324359 – 2657 310329

2. Casa Loyola: Felipe Velázquez 75, San Luis
Misa Tradicional: Martes, 19:30 hs.
Tel.: 02652-420428
R.P. Crisafulli.

3. Parroquia María Auxiliadora
Dirección: Barrio Eva Perón, Manzana 21, Anexo 2, Capital, San Luis
Misa Tradicional: Domingos y Preceptos, 9:00 hs.
Señor Párroco, P. Eduardo Rivero
Contacto: 02652-15338553

4. Parroquia Nuestra Señora de Lourdes
Dirección: Aristóbulo del Valle y Juan Zavala, San Luis
Misa Tradicional: Domingos, 11:30 hs. Lunes a sábados, 7:30 hs.
Señor Párroco, P. José Mendiano
Tel.: 02652 – 434229

5. Parroquia Santuario del Santo Cristo de la Quebrada
(Villa de la Quebrada)
Señor Párroco, P. Luis Paredes
Contacto: 02652-15346088

6. Parroquia Santa Rosa de Lima
(Departamento Buena Esperanza)
Misa Tradicional: Domingos, 8:00 hs
Señor Párroco, P. Gustavo Carlaván
Tel.: 2664 319883

Deo gratias!