Ya no acertamos a
cantar el Alleluia, que es un canto de júbilo triunfal; nos olvidamos también
del estribillo angélico de la noche de Navidad, del Gloria in excelsis Deo. No
es hora de paz, sino de guerra, de ascesis, de trabajo.
Parábola de los Viñadores - Domenico Fetti |
Por Fr. Justo Pérez de Urbel, OSB ***
Durante unas semanas hemos caminado en la
alegría por la gracia de la regeneración, que nos comunica el Sol divino. Pero
el misterio de Navidad es sólo el primer eslabón de la cadena, es la puerta de
los otros misterios, es de la tierra, no del cielo. San Agustín decía en un
sermón: “Aún no podemos contemplar el resplandor de Aquel que ha sido
engendrado por el Padre antes de la aurora; aún no podemos comprender cómo su
nombre es antes que el sol; aún no podemos ver al Hijo único, que habita en el
seno del Padre, ni estamos maduros para el festín de la gloria”. Esta madurez
es fruto del trabajo, del trabajo de Jesús y del nuestro, un trabajo lento,
paciente y porfiado, un trabajo que exige constancia y heroísmo. Cristo ha
nacido; primer anuncio de nuestra redención, llave de nuestra esperanza,
principio de una hazaña que terminará infaliblemente con la conquista del
cielo. Razón teníamos para acercarnos a la cuna del divino Emmanuel, que se
dignó aparecer en la forma de un niño a fin de atraernos con la gracia y los
hechizos de la edad primera. Nuestro corazón no acertaba a salir de la gruta
prodigiosa; pero también Él ha tenido que salir, llevado por su destino. La
obra de nuestra redención le reclamaba, y ya no lo veremos como niño, ni como
un adolescente, sino como el hombre de los trabajos, de las fatigas, de los
sufrimientos, como el maestro, como el pastor que, con amor entrañable,
persigue la oveja descarriada, sin hallar en este mundo que es obra de sus
manos, un lugar en que reclinar su cabeza. Nuestro deber es seguirle, escuchar
sus enseñanzas, abrir nuestros corazones a sus preceptos, caminar a su lado
generosamente, lo mismo en los días de luz que en las horas tristes.
Henos aquí ahora en un momento que nos invita
a reflexionar. El horizonte se cierra súbitamente; el pesebre de Belén se
pierde en la lejanía; ya no vemos siquiera la polvareda de los Reyes Magos
atravesando el desierto: luces, cánticos, zambombas, vestimentas reales, todo
esto desaparece para dejar paso a una visión más lejana, más grandiosa y más
impresionante. La voz mosaica nos sorprende con el relato de los orígenes del
mundo, de la vida y del hombre. “En el principio creó Dios el cielo y la
tierra”. Con una rapidez que nos sobrecoge, pasan ante nosotros las grandes
escenas de los capítulos del Génesis: el caos primitivo, la aparición de la
luz, el centellear de los astros en la infancia de las cosas, las luchas
gigantescas de los grandes saurios, pobladores de las selvas vírgenes y de las
aguas diluvianas, la alegría de las flores, atónitas ante la
multiplicación continua de sus hermanas
lejanas, las estrellas, y, cerrando el ciclo, el paseo de los primeros seres a
través de los jardines del Paraíso, un paseo que empieza en un idilio y termina
en una tragedia al pie del árbol de la ciencia del bien y el mal. Es la
historia de la caída del género humano, la raíz de todas las espinas que
brotaron en la tierra, la fuente de todas las tristezas que se clavaron en el
corazón de los hombres y la causa de todos los dolores que va a sufrir el
Hombre Dios.
Nuestra admiración ante la grandeza de la
obra creadora se trueca en amargura; nuestro corazón se encoge y nuestro camino
se cubre de sombras. Nuestros cantos se convierten en lamentaciones: Circumdederunt me…: “Me rodearon los
gemidos de la muerte, y los dolores del infierno me envolvieron, y en mi
tribulación clamé al Señor”. No podemos olvidar que “un Niño ha nacido para
nosotros”, y esta convicción sostiene nuestra esperanza; pero la realidad se
nos presenta con toda su dureza punzante y sombría. Ya no acertamos a cantar el
Alleluia, que es un canto de júbilo
triunfal; nos olvidamos también del estribillo angélico de la noche de Navidad,
del Gloria in excelsis Deo. No es
hora de paz, sino de guerra, de ascesis, de trabajo. El Apóstol nos lo dice en
la Epístola con una semejanza tomada de las costumbres romanas: “Hermanos, ¿no
sabéis que, cuando se corre en el estadio, todos corren, pero sólo uno recibe
la corona? Corred, pues, de tal modo que la consigáis”. Si en medio de las
alegrías del nacimiento de Jesús, el Cristianismo nos había parecido una gloria
fácil, a la cual bastaba abrir nuestros brazos, ahora se nos presenta como una
conquista heroica, como una empresa que exige derroches de constancia, de
esfuerzo y dinamismo. Nuestro itinerario se convierte en una marcha guerrera;
vamos a reconquistar lo que nuestros padres perdieron. “El atleta se abstiene
de todo para obtener una corona que se marchita. La nuestra será
incorruptible.”
Tal es el paisaje litúrgico de estos días de
Septuagésima, días de color morado, sin órgano, sin Gloria y sin Alleluia.
*** Fr. Justo PÉREZ DE URBEL: Itinerario
litúrgico. Bs. As., Poblet, 1945,
Cap. XIII
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