5 de febrero de 2012

Domingo de Septuagésima.


Ya no acertamos a cantar el Alleluia, que es un canto de júbilo triunfal; nos olvidamos también del estribillo angélico de la noche de Navidad, del Gloria in excelsis Deo. No es hora de paz, sino de guerra, de ascesis, de trabajo.

Parábola de los Viñadores - Domenico Fetti


Por Fr. Justo Pérez de Urbel, OSB ***


Durante unas semanas hemos caminado en la alegría por la gracia de la regeneración, que nos comunica el Sol divino. Pero el misterio de Navidad es sólo el primer eslabón de la cadena, es la puerta de los otros misterios, es de la tierra, no del cielo. San Agustín decía en un sermón: “Aún no podemos contemplar el resplandor de Aquel que ha sido engendrado por el Padre antes de la aurora; aún no podemos comprender cómo su nombre es antes que el sol; aún no podemos ver al Hijo único, que habita en el seno del Padre, ni estamos maduros para el festín de la gloria”. Esta madurez es fruto del trabajo, del trabajo de Jesús y del nuestro, un trabajo lento, paciente y porfiado, un trabajo que exige constancia y heroísmo. Cristo ha nacido; primer anuncio de nuestra redención, llave de nuestra esperanza, principio de una hazaña que terminará infaliblemente con la conquista del cielo. Razón teníamos para acercarnos a la cuna del divino Emmanuel, que se dignó aparecer en la forma de un niño a fin de atraernos con la gracia y los hechizos de la edad primera. Nuestro corazón no acertaba a salir de la gruta prodigiosa; pero también Él ha tenido que salir, llevado por su destino. La obra de nuestra redención le reclamaba, y ya no lo veremos como niño, ni como un adolescente, sino como el hombre de los trabajos, de las fatigas, de los sufrimientos, como el maestro, como el pastor que, con amor entrañable, persigue la oveja descarriada, sin hallar en este mundo que es obra de sus manos, un lugar en que reclinar su cabeza. Nuestro deber es seguirle, escuchar sus enseñanzas, abrir nuestros corazones a sus preceptos, caminar a su lado generosamente, lo mismo en los días de luz que en las horas tristes.

Henos aquí ahora en un momento que nos invita a reflexionar. El horizonte se cierra súbitamente; el pesebre de Belén se pierde en la lejanía; ya no vemos siquiera la polvareda de los Reyes Magos atravesando el desierto: luces, cánticos, zambombas, vestimentas reales, todo esto desaparece para dejar paso a una visión más lejana, más grandiosa y más impresionante. La voz mosaica nos sorprende con el relato de los orígenes del mundo, de la vida y del hombre. “En el principio creó Dios el cielo y la tierra”. Con una rapidez que nos sobrecoge, pasan ante nosotros las grandes escenas de los capítulos del Génesis: el caos primitivo, la aparición de la luz, el centellear de los astros en la infancia de las cosas, las luchas gigantescas de los grandes saurios, pobladores de las selvas vírgenes y de las aguas diluvianas, la alegría de las flores, atónitas ante la multiplicación  continua de sus hermanas lejanas, las estrellas, y, cerrando el ciclo, el paseo de los primeros seres a través de los jardines del Paraíso, un paseo que empieza en un idilio y termina en una tragedia al pie del árbol de la ciencia del bien y el mal. Es la historia de la caída del género humano, la raíz de todas las espinas que brotaron en la tierra, la fuente de todas las tristezas que se clavaron en el corazón de los hombres y la causa de todos los dolores que va a sufrir el Hombre Dios.

Nuestra admiración ante la grandeza de la obra creadora se trueca en amargura; nuestro corazón se encoge y nuestro camino se cubre de sombras. Nuestros cantos se convierten en lamentaciones: Circumdederunt me…: “Me rodearon los gemidos de la muerte, y los dolores del infierno me envolvieron, y en mi tribulación clamé al Señor”. No podemos olvidar que “un Niño ha nacido para nosotros”, y esta convicción sostiene nuestra esperanza; pero la realidad se nos presenta con toda su dureza punzante y sombría. Ya no acertamos a cantar el Alleluia, que es un canto de júbilo triunfal; nos olvidamos también del estribillo angélico de la noche de Navidad, del Gloria in excelsis Deo. No es hora de paz, sino de guerra, de ascesis, de trabajo. El Apóstol nos lo dice en la Epístola con una semejanza tomada de las costumbres romanas: “Hermanos, ¿no sabéis que, cuando se corre en el estadio, todos corren, pero sólo uno recibe la corona? Corred, pues, de tal modo que la consigáis”. Si en medio de las alegrías del nacimiento de Jesús, el Cristianismo nos había parecido una gloria fácil, a la cual bastaba abrir nuestros brazos, ahora se nos presenta como una conquista heroica, como una empresa que exige derroches de constancia, de esfuerzo y dinamismo. Nuestro itinerario se convierte en una marcha guerrera; vamos a reconquistar lo que nuestros padres perdieron. “El atleta se abstiene de todo para obtener una corona que se marchita. La nuestra será incorruptible.”

Tal es el paisaje litúrgico de estos días de Septuagésima, días de color morado, sin órgano, sin Gloria y sin Alleluia.

*** Fr. Justo PÉREZ DE URBEL: Itinerario litúrgico. Bs. As., Poblet, 1945, Cap. XIII

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