Por
Fr. Justo Pérez de Urbel ***
Un
misterio que cierra las amables efusiones de las alegrías de Navidad. María
continúa en Belén, “revolviendo siempre en su corazón”, los sucesos portentosos
de la noche inolvidable en que los ángeles anunciaron la paz al mundo. Son
meditaciones de júbilo y terror al mismo tiempo. En los ojos del pequeñuelo hay
reflejos de una felicidad insondable y de una inenarrable amargura, indicio y
presentimiento de un destino de dolor y de victoria.
Han
pasado cuarenta días, cuarenta días de reclusión, durante los cuales la ley
mosaica le prohibía acercarse al tabernáculo; cuarenta días de éxtasis, de
adoración, de íntimos coloquios con aquel Dios que aún no sabía hablar. ¿Qué le
importaba a ella el templo de Salomón, donde dominaban los sacerdotes y hacían
su negocio los saduceos, si tenía en su regazo aquella carne tierna y rosada
que era al mismo tiempo templo y tabernáculo, y altar, y víctima, y sacerdote?
Pero he aquí que José se le acerca, interrumpiendo aquellas extáticas alegrías.
Ha terminado el plazo de la separación y la ley de Jehová urge: hay que subir a
Jerusalén, hay que purificar a la recién parida, hay que rescatar al recién
nacido, que, como todos los primogénitos, es propiedad del Señor, y hay que
ofrecer el holocausto del cordero, o por lo menos, si la madre es pobre, el par
de torcaces o palomas. María, ciertamente, estaba segura de que aquella ley no
se había hecho para ella. ¿No era acaso el santuario purísimo del Espíritu
Santo, siempre casta, pero más casta todavía desde que había vivido en sus
entrañas el Dios de la santidad? No obstante, quiere obedecer, quiere mezclarse
con las demás madres que llegan al templo diariamente para recobrar la pureza
con el sacrificio. No ha llegado aún el momento de la revelación definitiva de
su hijo: los pastores de Belén se volvieron a sus chozas, guardando en sus
almas el secreto de su regocijo; los Magos de Oriente llegaron silenciosamente
a su patria, sin ver de nuevo la santa ciudad, que se había conmovido con su
venida; y el mismo nacimiento de Jesús en Belén debía permanecer ignorado de
las gentes. Cuando llegue su hora se llamará el Nazareno. Como antes del edicto
de Octaviano, el Hijo y la Madre obedecen ahora la ley de Moisés.
Sigamos
al humilde cortejo: José y María, y, en los brazos de María, el recién nacido.
Desde Belén Efratá hasta Jerusalén: gargantas y pegujales áridos, praderas con
rebaños y pastores embozados en sus anguarinas, y campos donde verdean ya los
trigales, que dan el nombre a la ciudad de David, montañas grises y llanuras
grises con manchones verdes y amarillos. Pero hay algo que parece rejuvenecer
al mundo: la tierra y el cielo y la naturaleza entera son alegrados y
santificados por la presencia de su Creador. Va María envuelta en una atmósfera
de arrobamiento, entre el interés o la indiferencia, o la incomprensión de los
transeúntes. A su lado, José lleva la ofrenda que se ha de presentar al
sacerdote. No, no es un cordero, que le hubiera costado quince denarios. Son
ellos demasiado pobres; y además, ¿no será llamado aquel Niño el Cordero que
quita los pecados del mundo? Su ofrenda es la ofrenda de la pobreza: dos
palomas que aletean en una jaula y que son el símbolo de la castidad y de la
fidelidad, de la simplicidad y de la inocencia.
Helos
ya en las calles ruidosas de Jerusalén, abriéndose paso entre los cestos de los
galileos que pregonan el pescado del Jordán, y los puestos de las vendedoras
que expenden las verduras de Emaús y Betania; entran en el templo, pisan
tímidamente aquellos pórticos
magníficos, que el Niño llamará más tarde guaridas de ladrones; José, un
poco azorado; María, cubierto el rostro, el alma ajena a aquel ambiente de
negocios sacrílegos. Tal vez algún levita se ríe de los dos provincianos; y,
sin embargo, es aquél un momento solemne, un acontecimiento histórico, que
había sido previsto y cantado por los profetas de Israel. Un día, cuando
Zorobabel reconstruía la morada de Jehová, destruida por los asirios,
desalentado porque no podía emular la magnificencia de Salomón, se sentó frente
a las construcciones, lamentándose de su impotencia; y entonces fue cuando el
profeta Ageo se acercó a él y le dijo:
“No desmayes ni te entristezcas, porque he aquí lo que dice el Señor: Un poco
de tiempo aún, y Yo haré temblar el cielo y la tierra; Yo estremeceré los
imperios; y el Deseado de las gentes vendrá y llenará de gloria esta casa; y la
gloria de esta segunda casa será mayor que la de la primera, porque en ella
aparecerá la paz.”
La
profecía se cumple en estos momentos: José entrega las dos avecillas; María
presenta a su Hijo; el gran sacerdote toma en sus manos aquel retoño del tronco
de David, y, aburrido tal vez, reza las palabras del ritual. Todo pasa en
silencio. La vieja Sinagoga no sabe que este rito es el anuncio de su
desaparición, la abrogación de su ley. Todo pasa en silencio; pero allí, en un
ángulo, el viejo Simeón alza los ojos del rollo de las Escrituras, se estremece
a ver a aquel Niño cuyo nombre le ha parecido descubrir en cada página bíblica,
y canta el “Nunc dimitis”. Figura del
mundo antiguo, envejecido en su larga expectación, se renueva, se rejuvenece
como el águila; en cuanto toca con sus manos aquel fruto de vida, abre su boca
jubilosa, une su voz a la voz de los reyes y los pastores y anuncia la “luz que iluminará a las gentes, la gloria
del pueblo de Israel”. A sus voces acude Ana, la profetisa, y también ella
comprende y adora; y las alabanzas de los dos ancianos, representantes de la
sociedad antigua, se juntan para celebrar la aparición dichosa del Niño, que
viene a renovar la faz de la tierra.
A
ella nos juntamos todos los cristianos en la procesión graciosa de la
Candelaria. Es una ingeniosa, una delicada manifestación de nuestro amor filial
a María. Queremos acompañarla en su camino, queremos alumbrar su paso, queremos
recordar aquella luz descubierta por el viejo sacerdote, y, recordando el
misterio, tomamos en la diestra el cirio simbólico. No nos importa el origen
pagano de este rito; no nos importa que sea un vestigio de las fiestas Lupercales
o Amburbales, que lanzaban a la calle a los romanos blandiendo antorchas y
recordando el paso de Ceres por las cimas del Etna; para nosotros, el cirio que
el sacerdote bendice y pone en nuestras manos es la figura de Cristo; porque,
como decía San Anselmo, en la cera, obra de la abeja virginal, vemos su cuerpo;
en la mecha que la cera; en la mecha que la cera envuelve, su alma, y en la
llama, su divinidad.
He
aquí el profundo sentido de esta fiesta de la Purificación, fiesta antigua que
se remonta a los tiempos constantinianos, y es la primera que en honor de María
apareció en el cielo de la liturgia.
*** Fr.
Justo PÉREZ DE URBEL: Itinerario litúrgico. Bs.
As., Poblet, 1945, Cap. XI.
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