12 de febrero de 2012

Domingo de Sexagésima.


Con este recuerdo sombrío, con esta dura lección nos prepara la liturgia durante la semana de sexagésima a los ejercicios del tiempo cuaresmal, que se acerca.

Paisaje con la Parábola del Sembrador - Brueghel el Viejo


Por Fr. Justo Pérez de Urbel, OSB ***

“Viendo Dios que la malicia de los hombres iba acrecentándose sobre la tierra, y que todos los pensamientos de su corazón se inclinaban constantemente hacia el mal, arrepintióse de haber hecho al hombre sobre la tierra”. Así, con esta expresión ingenua y audaz al mismo tiempo, a no ser que queramos llamarla sublime, empieza Moisés su relato de la gran catástrofe del Diluvio. “Toda carne había corrompido su camino”. La vida era entonces muy larga; la tierra, casi virgen todavía, daba sus frutos generosamente; no había problemas sociales, y todo invitaba a vivir y a gozar. Mucha tierra y pocos brazos; trabajo escaso y rendimiento abundante. Los hijos de Set se enlazaban con las hijas de Caín, aprendían sus prevaricaciones y se entregaban a sus costumbres desenfrenadas. Durante algún tiempo, un anciano venerable, de encorvada espalda y ojos hinchados por el llanto, atravesaba los corros de los bebedores y danzantes sembrando palabras de reproche y trazando en el aire gestos severos. Su presencia aguaba las fiestas y hacía caer los puños. “Es el padre de todos, decían las gentes; el que vio las maravillas del Paraíso, el que recibió las visitas de Jehová en los atardeceres”. Pero un día Adán desapareció para siempre. Ni su llanto, ni sus quejas amargas, ni sus misteriosos relatos volvieron a enturbiar los banquetes. Creció la malicia, se embraveció el crimen, la lujuria ya no tuvo freno y la bestialidad de los hombres “llenó de duelo el corazón de Dios”. Sobre la tierra contaminada resonó aquella amenaza terrible: “Voy a exterminar toda la raza humana; lo destruiré todo, desde el hombre hasta los animales, desde los reptiles hasta las aves del cielo”. Fue el Diluvio universal. Arrastrados por las aguas, los hombres se hundían en el fango o morían abrazados en las alturas; flotaban los cadáveres en la superficie, y por el aire cruzaban los lamentos y las maldiciones; caían las aves de presa sobre los muertos, y las bestias bramaban acosadas por las olas. Sólo un hombre había encontrado gracia delante de Dios: Noé. Zarandeada por los vendavales y azotada por las lluvias, su arca, calafateada de betún interior y exteriormente, desafiaba el oleaje, llevando en su seno los destinos y las esperanzas del género humano.

Con este recuerdo sombrío, con esta dura lección nos prepara la liturgia durante la semana de sexagésima a los ejercicios del tiempo cuaresmal, que se acerca. Es una ducha saludable, un sabio entrenamiento, que nos hace exclamar con San Pablo: “El estipendio del pecado es la muerte”. La ley de la vida lo exige, y con ella está de acuerdo la justicia de Dios. El ruido de las cataratas del firmamento, el choque de las nubes, el rugido de las aguas, que lanzadas por la cólera divina, sumergieron la tierra y sus habitantes, deben crear en nosotros un santo temor y sacarnos de nuestra vida rutinaria o pecaminosa. La semana anterior la Iglesia nos recordaba el pecado de Adán, un pecado racial más que personal, pero cuyas consecuencias nos afectan terriblemente; esta semana nos invita a confesar y a llorar nuestros propios pecados, nuestros pecados actuales y personales. Más felices que los contemporáneos de Noé, nosotros hemos recibido una luz más abundante, hemos sido purificados por una sangre divina, una gracia más copiosa nos ha sostenido y fortalecido; y, sin embargo, también nosotros hemos corrompido nuestros caminos.

Nosotros, es verdad, tenemos la promesa infalible: ningún diluvio asolará de nuevo la tierra. El arco iris es la rúbrica de Dios. Pero la Providencia tiene que justificarse siempre en sus obras. Ha habido invasiones, los pueblos se han desencadenado unos con otros, oleadas de sangre han destruido civilizaciones enteras, han estallado revoluciones violentas, y la espada y la peste, el cañón y el aeroplano, mensajeros divinos, recorren la tierra sin cesar. ¿No se diría que también hoy se abren las cataratas del cielo y que la ola vengadora de la barbarie va a destruir los frutos de nuestros esfuerzos milenarios? Y dictamos leyes y más leyes, y formamos pactos internacionales, y aumentamos los fusiles y multiplicamos la fuerza pública; sin pensar que también nosotros hemos corrompido nuestros caminos, olvidando las leyes fundamentales de la humanidad, conspirando contra el Señor y contra su Cristo, y gritando como los impíos del salmo: “Rompamos sus  cadenas y arrojemos su yugo de nosotros”. Y viene como consecuencia la realización de la amenaza bíblica, que se cierne como un fantasma sobre el mundo moderno: “Los regiré con vara de hierro y los desmenuzaré como un vaso de arcilla”.

Afortunadamente, sobre todas las tempestades flota el arca de salvación, la nave hospitalaria que ofrece un abrigo a todos los hombres de buena voluntad. Desde que el piloto celeste, hace veinte siglos, la arrojó sobre los mares alborotados de este mundo, camina recogiendo en su seno a los elegidos, siempre amenazada y triunfante siempre de todos los peligros. Y los que en ella navegamos, los que formamos parte de esta familia de la Santa Iglesia, tenemos la esperanza cierta de que ella nos llevará a las playas de la eternidad bienaventurada.

*** Fr. Justo PÉREZ DE URBEL: Itinerario litúrgico. Bs. As., Poblet, 1945, Cap. XIV

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