Con este recuerdo sombrío, con esta dura lección nos prepara la
liturgia durante la semana de sexagésima a los ejercicios del tiempo cuaresmal,
que se acerca.
Paisaje con la Parábola del Sembrador - Brueghel el Viejo |
Por Fr. Justo Pérez de
Urbel, OSB ***
“Viendo Dios que la malicia de los hombres iba acrecentándose sobre la
tierra, y que todos los pensamientos de su corazón se inclinaban constantemente
hacia el mal, arrepintióse de haber hecho al hombre sobre la tierra”. Así, con esta expresión
ingenua y audaz al mismo tiempo, a no ser que queramos llamarla sublime,
empieza Moisés su relato de la gran catástrofe del Diluvio. “Toda carne había
corrompido su camino”. La vida era entonces muy larga; la tierra, casi virgen
todavía, daba sus frutos generosamente; no había problemas sociales, y todo
invitaba a vivir y a gozar. Mucha tierra y pocos brazos; trabajo escaso y
rendimiento abundante. Los hijos de Set se enlazaban con las hijas de Caín,
aprendían sus prevaricaciones y se entregaban a sus costumbres desenfrenadas.
Durante algún tiempo, un anciano venerable, de encorvada espalda y ojos
hinchados por el llanto, atravesaba los corros de los bebedores y danzantes
sembrando palabras de reproche y trazando en el aire gestos severos. Su
presencia aguaba las fiestas y hacía caer los puños. “Es el padre de todos,
decían las gentes; el que vio las maravillas del Paraíso, el que recibió las
visitas de Jehová en los atardeceres”. Pero un día Adán desapareció para
siempre. Ni su llanto, ni sus quejas amargas, ni sus misteriosos relatos
volvieron a enturbiar los banquetes. Creció la malicia, se embraveció el
crimen, la lujuria ya no tuvo freno y la bestialidad de los hombres “llenó de
duelo el corazón de Dios”. Sobre la tierra contaminada resonó aquella amenaza
terrible: “Voy a exterminar toda la raza humana; lo destruiré todo, desde el
hombre hasta los animales, desde los reptiles hasta las aves del cielo”. Fue el
Diluvio universal. Arrastrados por las aguas, los hombres se hundían en el
fango o morían abrazados en las alturas; flotaban los cadáveres en la
superficie, y por el aire cruzaban los lamentos y las maldiciones; caían las
aves de presa sobre los muertos, y las bestias bramaban acosadas por las olas.
Sólo un hombre había encontrado gracia delante de Dios: Noé. Zarandeada por los
vendavales y azotada por las lluvias, su arca, calafateada de betún interior y
exteriormente, desafiaba el oleaje, llevando en su seno los destinos y las
esperanzas del género humano.
Con este recuerdo sombrío,
con esta dura lección nos prepara la liturgia durante la semana de sexagésima a
los ejercicios del tiempo cuaresmal, que se acerca. Es una ducha saludable, un
sabio entrenamiento, que nos hace exclamar con San Pablo: “El estipendio del
pecado es la muerte”. La ley de la vida lo exige, y con ella está de acuerdo la
justicia de Dios. El ruido de las cataratas del firmamento, el choque de las
nubes, el rugido de las aguas, que lanzadas por la cólera divina, sumergieron
la tierra y sus habitantes, deben crear en nosotros un santo temor y sacarnos
de nuestra vida rutinaria o pecaminosa. La semana anterior la Iglesia nos recordaba el
pecado de Adán, un pecado racial más que personal, pero cuyas consecuencias nos
afectan terriblemente; esta semana nos invita a confesar y a llorar nuestros
propios pecados, nuestros pecados actuales y personales. Más felices que los
contemporáneos de Noé, nosotros hemos recibido una luz más abundante, hemos
sido purificados por una sangre divina, una gracia más copiosa nos ha sostenido
y fortalecido; y, sin embargo, también nosotros hemos corrompido nuestros
caminos.
Nosotros, es verdad,
tenemos la promesa infalible: ningún diluvio asolará de nuevo la tierra. El
arco iris es la rúbrica de Dios. Pero la Providencia tiene que justificarse siempre en sus
obras. Ha habido invasiones, los pueblos se han desencadenado unos con otros,
oleadas de sangre han destruido civilizaciones enteras, han estallado
revoluciones violentas, y la espada y la peste, el cañón y el aeroplano,
mensajeros divinos, recorren la tierra sin cesar. ¿No se diría que también hoy
se abren las cataratas del cielo y que la ola vengadora de la barbarie va a
destruir los frutos de nuestros esfuerzos milenarios? Y dictamos leyes y más
leyes, y formamos pactos internacionales, y aumentamos los fusiles y
multiplicamos la fuerza pública; sin pensar que también nosotros hemos
corrompido nuestros caminos, olvidando las leyes fundamentales de la humanidad,
conspirando contra el Señor y contra su Cristo, y gritando como los impíos del
salmo: “Rompamos sus cadenas y arrojemos
su yugo de nosotros”. Y viene como consecuencia la realización de la amenaza
bíblica, que se cierne como un fantasma sobre el mundo moderno: “Los regiré con
vara de hierro y los desmenuzaré como un vaso de arcilla”.
Afortunadamente, sobre
todas las tempestades flota el arca de salvación, la nave hospitalaria que
ofrece un abrigo a todos los hombres de buena voluntad. Desde que el piloto
celeste, hace veinte siglos, la arrojó sobre los mares alborotados de este
mundo, camina recogiendo en su seno a los elegidos, siempre amenazada y
triunfante siempre de todos los peligros. Y los que en ella navegamos, los que
formamos parte de esta familia de la Santa Iglesia , tenemos la esperanza cierta de que
ella nos llevará a las playas de la eternidad bienaventurada.
***
Fr. Justo PÉREZ DE URBEL: Itinerario litúrgico. Bs. As., Poblet,
1945, Cap. XIV
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