“Jamás se me debiera haber quitado la confesión”, decía Goethe
Por Fr. Justo Pérez de Urbel, OSB ***
Sigue nuestra accidentada peregrinación a través del ciclo anual: del desierto del Adviento al oasis de Navidad, del oasis de Navidad a la llanura de Epifanía. Vamos alegres, porque va con nosotros la gran luz que ilumina nuestros pasos, fortalece nuestro corazón y da seguridad a nuestra mirada. ¡Qué bien se camina cuando se sabe a dónde se va! Por eso nuestra actitud es la adoración, y nuestra expresión el canto, y nuestro sentimiento el gozo; y al empezar la Misa de estos días, podemos decir cantando nuestra maravillosa historia: “Adorad a Dios todos sus ángeles: oyólo Sión y alborozóse, y se regocijaron las hijas de Judá”. ¿Cuál es la gran noticia que promueve tan frenética exultación? ¿Qué es lo que oyeron las hijas de Judá? “Que el Señor reinó”. Y, si el Señor reina, los muros de Sión son restaurados, se estremecen los príncipes de la tierra, los que la dominaban para tiranizarla; se alegra el coro de las islas, y cada uno de nosotros puede prorrumpir en este grito de confianza incoercible: “No moriré ya, sino que viviré, pregonando las obras del Señor”.
Sin embargo, la prudencia es necesaria todavía. Oíd a San Pablo, que os dice en la Epístola del tercer domingo de Epifanía: “No os tengáis por sabios ni volváis mal por mal… Si es posible, vivid en paz con todos… No os venguéis, mas dad lugar a que pase la ira”. Miedo, vanidad, ira, soberbia: escollos de nuestro camino, zarzas punzantes, ásperos guijarros, polvo y lodo, charcos y quebradas; y, aquí y allá, el silbar de una flecha disparada por la mano oculta de enemigo. “No te dejes vencer del malo, sino véncele con el bien”.
Y no obstante, entre tantos peligros cantamos. Es fácil caer, pero también es fácil levantarse. Se sacude el polvo, se limpia el barro… y adelante. Y el que es herido tiene un ungüento mágico para curar. Una mirada, un gesto, una súplica, eso basta. Leed el Evangelio de este tercer domingo de Epifanía: “Habiendo bajado Jesús del monte, un leproso le adoraba diciendo: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Y extendiendo Jesús la mano, le tocó y le dijo: “Quiero, queda limpio”. Y al instante quedó limpio de su lepra”. Así, tan sencillo como esto. Porque aquella virtud de Jesús ha quedado entre nosotros hasta el fin de los siglos. Y no hay aparato, ni ceremonia, ni casi liturgia ninguna. Basta arrodillarnos; ni eso siquiera: basta arrodillar el alma, adorar como el leproso evangélico, y repetir sus palabras con su fe y su arrepentimiento: “Señor, si quieres, puedes limpiarme”. Y al instante desaparece toda mancha. Este es el acto interno, el más importante, el esencial, cuando la contrición es perfecta. Pero no sin motivo añadió Jesús una condición indispensable cuando dijo: “Ve, descúbrete al sacerdote, presenta la ofrenda”. Se necesita un acto externo, una intervención de la autoridad terrena, que ratifique el fallo celeste, una actuación de aquellos hombres a quienes se dijeron estas palabras escalofriantes: “Todo lo que atareis sobre la tierra, quedará atado en el cielo; y todo lo que desatareis sobre la tierra, quedará desatado en el cielo”. El pecador llega, descubre su corazón enfermo, recibe sobre su frente la señal de la cruz, mientras cae sobre él la fórmula litúrgica: “Yo te absuelvo”. Ofrece su presente, realiza la pequeña satisfacción penitencial; y fuerte, contenido, rejuvenecido, se asocia de nuevo a la muchedumbre de los santos que caminan hacia Dios.
El rito no fue siempre tan sencillo. La Iglesia de los primeros siglos se defendía contra las influencias corruptoras del paganismo con rigurosas medidas. Había una confesión pública, una penitencia laboriosa y una conciliación solemne. Los grandes crímenes se lloraban año tras año, y a veces la vida entera. Cada domingo, los penitentes se presentaban en la asamblea de los cristianos a pedir la indulgencia de Dios y la oración de los fieles. Iban llorosos, con caras de ayuno, cubiertos de ceniza y vestidos con sacos de cilicio. Ellos no podían asistir a la oblación de los misterios del amor. Al llegar al Ofertorio recibían la bendición del celebrante y se retiraban. Así hasta que recibían el perdón, y eran de nuevo admitidos en la comunidad de los fieles y en la participación del cuerpo de Cristo. Era una de las grandes ceremonias del Jueves Santo. Tertuliano, que ni después de las mayores humillaciones quería conceder el perdón de los grandes culpables, riéndose de la indulgencia del Papa San Calixto, describía con estas palabras, en que es fácil adivinar el tono zumbón y caricaturesco del terrible escritor africano: “El penitente entra en la iglesia pidiendo tu perdón y el de la asamblea. Hele aquí vestido de cilicio, cubierto de ceniza, en actitud miserable, propia para causar espanto. Prostérnase en medio de la concurrencia, entre las viudas y los presbíteros; ase la orla de sus vestiduras, besa las huellas de sus pies y se abraza a sus rodillas, mientras tú arengas al pueblo y excitas la piedad hacia él, suplicante, lloroso y compungido. Buen pastor, bondadoso padre, refieres la parábola de una oveja perdida, vas en busca de la cabra extraviada y prometes que en lo sucesivo será fiel y no abandonará más el rebaño.”
Estas prácticas del fervor primitivo obedecían a aquella razón psicológica que hacía decir a Pascal: “Es injusto y necio el decir que es cosa mala el que se me obligue a confesar mis pecados a un hombre; lo justo fuera, en cierto modo, obligarme a hacerlo a todos los hombres; porque ¿está bien que los engañemos?” Cristo no quiso obligarnos a tanto, y, bien mirado, su obligación no es más que la exigencia de nuestra naturaleza, que necesita hallar un corazón en el cual descargar sus más hondos secretos, y en especial los del pecado, los que más fatigan y atormentan. “Jamás se me debiera haber quitado la confesión”, decía Goethe; y es que, como declaraba Séneca: “Confesar sus vicios es ya un indicio de salud”. Para nosotros no es sólo un indicio, sino una seguridad. Si después de rezar la colecta de este domingo: “Señor mira propicio nuestra flaqueza…”, una mano sacerdotal traza la cruz sobre nosotros, pronunciando las palabras absolutorias, nos vamos con la certidumbre de que nuestra plegaria ha llegado a los pies de Dios, de que Dios nos ha mirado propicio y nos ha perdonado.
*** Fr. Justo PÉREZ DE URBEL: Itinerario litúrgico. Bs. As., Poblet, 1945, Cap. X.
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