29 de enero de 2012

Jesús apacigua la tempestad. Cuarto domingo de Epifanía.


¿Pedimos con todo el corazón por la Iglesia, por la patria, por la Santa Sede, por nosotros mismos, por todos aquellos por quienes nos interesamos?



por el Padre Andrés Hamón ***


Con motivo del evangelio del día, que nos muestra cómo Jesucristo calma las tempestades, meditaremos: 1º cuáles son las tempestades morales que tenemos que experimentar durante la vida; 2º qué conducta debemos observar durante estas tempestades. – Nuestras resoluciones serán: 1º llevar una vida de oración y de unión con Dios, que es lo único que puede salvarnos de estos peligros; 2º mantenernos en los sentimientos de desconfianza de nosotros mismos y de confianza en Dios. – Nuestro ramillete espiritual será el grito de los Apóstoles: “Sálvanos, Señor, que perecemos” (San Mateo VIII, 25).

Punto Primero.

Cuales son las tempestades morales que tenemos que soportar durante la vida.

Estas son de dos clases: las unas públicas, privadas e individuales las otras. Tempestades públicas son las que atacan a la Iglesia de un extremo a otro del universo: en lo exterior, las sectas enemigas que se levantan contra ella; en lo interior, las de los malos cristianos, que la despedazan o escandalizan. De en medio de estas olas furiosas, la Iglesia nos llama como a buenos hijos, a compartir sus dolores, a defenderla con la palabra, a alentarla con el ejemplo, a consolarla con la abnegación. – A las tempestades públicas vienen a unirse las tempestades privadas e individuales; tempestades continuas, que atacan a las almas en todas las edades de la vida, en la noche como en el día; tempestades terribles que, despedazando la nave de nuestra alma, no le dejan más que una tabla con que llegar al puerto y causan la eterna condenación de muchos náufragos espirituales; tempestades tanto más terribles, cuanto son invisibles:  el alma perece en ellas sin saberlo, y aunque se haya sumergido en el fondo del mar, todavía cree que navega hacia el puerto. Nos consolamos con la idea de que obramos como los demás; que no hay nada que temer donde los otros no temen; y sólo con este fundamento vivimos tranquilos. Estas tempestades vienen ya de afuera, ya de adentro. Las de afuera son los negocios que preocupan, los reveses que agobian, los malos ejemplos que seducen, la contradicción de las lenguas, el choque de las voluntades y de los caracteres, los estorbos de toda especie. Tempestades de dentro son las pasiones, el orgullo, la lujuria, que pierden a las almas sin que ellas lo sospechen; los sentidos que se sublevan, los deseos que atormentan, la imaginación que se desata y el espíritu que se disipa en inútiles pensamientos, en temores quiméricos o en vanas esperanzas. ¡Oh Señor! Si no nos salváis de tantas tempestades, estamos perdidos.

Punto Segundo.

Lo que debemos hacer cuando nos asaltan las tempestades.

Tenemos tres medios de salvación: la oración, la confianza en Dios y la desconfianza de nosotros mismos. – 1º La oración: los Apóstoles de nuestro evangelio, viendo el barco batido por las olas, van hacia Jesús, le despiertan e imploran su socorro: del mismo modo, viendo los asaltos dirigidos a la Iglesia, debemos orar y orar con tanto mayor fervor, cuanto más rudos sean los ataques. En nuestras pruebas privadas no debemos orar menos; sólo en la oración está nuestra salvación. – 2º  La confianza en Dios: los Apóstoles resisten con confianza a la tempestad, al mismo tiempo que oran. A su ejemplo, jamás debemos abatirnos y desalentarnos, sino que, siempre llenos de confianza en Dios, debemos perseverar en la resistencia; no desesperemos jamás, ni por los males que agitan a la Iglesia, ni por nuestras propias miserias; el Dios que protege a la Iglesia y que nos protege a nosotros es el Todopoderoso y una sola palabra suya hará renacer la calma. ¿Cuándo dirá esta palabra? Este es su secreto. Sepamos esperar y seremos salvos. ¡Quién espera en Dios, se verá rodeado de sus misericordias! (1) Cualesquiera que sean los males de la Iglesia, cualesquiera que sean nuestros propios males, arrojémonos con confianza en sus brazos, y nos salvará, lo mismo que a la santa Iglesia. – 3º A la confianza en Dios debemos añadir la desconfianza de nosotros mismos. La presunción que nada teme, que novela sobre sí y no huye de las ocasiones peligrosas, se pierde infaliblemente. Dios quiere vernos siempre humillados bajo su poderosa mano, siempre desconfiados de nuestra debilidad y de este fondo de corrupción que hay en nosotros, siempre en guardia contra las seducciones del mundo y las ocasiones en que pudiéramos caer. Quien nada teme, se descuida, se expone y perece: al contrario, el que teme, evita hasta la apariencia del mal; acude a Dios, en quien solamente coloca su fuerza, y se salva. ¿Somos fieles a los medios de salvación que acabamos de meditar? 1º ¿Llevamos una vida de oración  y de recogimiento? ¿Pedimos con todo el corazón por la Iglesia, por la patria, por la Santa Sede, por nosotros mismos, por todos aquellos por quienes nos interesamos? 2º ¿No desconfiamos del éxito de nuestras oraciones y de la promesa de Jesucristo: Pedid y recibiréis? 3º ¿Vivimos en la desconfianza de nosotros mismos? ¿estamos siempre en guardia? ¿no nos ponemos en ocasiones peligrosas?


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(1)    Sperantem in Domino misericordia circumdabit (Ps XXXI, 10)


*** P. Andrés HAMÓN: Meditaciones para uso del clero y de los fieles para todos los días del año. Bs. As., Guadalupe, 1962, 2º Edición, Tomo I, pp. 306-310.


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