17 de enero de 2012

Las bodas santificadas. Segundo Domingo de Epifanía.


La impiedad delira siempre que se acerca a este sacramento venerable, decían los Padres del Concilio de Trento.




por Fr. Justo Pérez de Urbel, OSB *


Segundo Domingo de Epifanía. Sigue la manifestación de Jesús: primer milagro, nuevo indicio de su divinidad, luminoso anuncio de su misión futura, principio impresionante de toda su obra doctrinal.

Más tarde dirá, resumiendo su vida terrena: “No vine a desatar, sino a completar.” Desde este primer acto de su vida pública se atiene a este programa. Asiste a unas bodas y las solemniza con el primero de sus milagros: milagro representativo de la transformación maravillosa que quiere realizar en la unión del hombre y la mujer; figurativo de un complemento, de un perfeccionamiento en el lazo del matrimonio.

El matrimonio era agua: una cosa clara, bella, cristalina, necesaria, elemental; pero insípida e incolora, dicen los físicos. Era un contrato, el más noble, el más solemne, el más venerable, el más singular de los contratos; un contrato instituido y ratificado por el mismo Dios, autor de la naturaleza, que en esa conjunción de la inteligencia y del corazón, del pensamiento y del sentimiento, de la fuerza y de la dulzura, de la majestad y de la gracia, ha querido poner una fuerza misteriosa, una participación de su virtud creadora, un algo religioso y sagrado, que es tan imprescindible para la vida de la especie como el agua para la vida del individuo.

Pero las pezuñas de las bestias humanas enturbiaron la fuente, que había brotado pura y cristalina. Amor del sentido, furia ciega, hervir de la sangre, pasión, codicia, capricho, bestialidad; los sapos más inmundos se juntaron para hozar en el pantano de la carne, y el manantial quedó convertido en lodazal. Nació el repudio, el cambio, la venta, la esclavitud de mujeres; la hetaira y la concubina disputaron sus derechos a la esposa; el harén envileció el lecho nupcial; pudo haber ochocientas reinas al mismo tiempo en Jerusalén; en Roma las mujeres contaron a sus maridos por el número de los cónsules; y Cleopatra sonreía espiando al último amo del mundo para cambiar de esclavo. Rígidos moralistas, filósofos timoratos, reformadores heréticos proponen cegar el manantial, declarando la guerra a todos los frutos de la carne, al principio de la materia, a las obras del genio del mal. La impiedad delira siempre que se acerca a este sacramento venerable, decían los Padres del Concilio de Trento.

Pero no era la destrucción lo que necesitaba, sino la renovación, la purificación, la transformación. Y he aquí la figura de Jesús, sentándose en un banquete nupcial. No condena ni desata: eleva, restaura y purifica: “Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre; porque ya no son dos, sino una sola carne.” Es algo más que una protesta contra inveterados y descarados desórdenes: es la promesa de una gracia, que se apoderará de la vieja institución divina para injertarla en la santa jerarquía de las causas sobrenaturales. Y Pablo, intérprete del pensamiento de Cristo, podrá hablar del “gran sacramento”, cuyo tipo está en la unión de Cristo y la Iglesia. Dos grandes uniones, dos grandes misterios, y sobre ellas la bendición de Dios, la gracia santificante. Queda en todo su vigor el contrato de las antiguas legislaciones, pero robustecido, asegurado, sublimado. La gracia divina le penetra, le transforma y pone sobre él un sello celeste. A esta nueva grandeza corresponde la glorificación litúrgica, el sentido profundo de los ritos. No importa su origen. Ha podido probarse que casi todos ellos son anteriores a la Iglesia; pero al adoptarlos y perpetuarlos en la sociedad cristiana, la Iglesia eliminó de ellos cuanto había de supersticioso y menos edificante, y les infundió un alma nueva, luminosa e inocente.  Restos de milenarias civilizaciones, tan antiguos acaso como el hombre, se conservan aún en bellas ceremonias, henchidas de gracioso simbolismo. De las costumbres romanas nació el uso de la corona nupcial. A pesar de las protestas y aspavientos de Tertuliano, ya no será Eros el que presente las coronas a los esposos en los jarrones y en los mausoleos, sino el mismo Cristo. El anillo seguirá siendo la prenda de una promesa solemne, el anillo de la fe, como dicen los viejos textos, aunque el hierro se transforme en oro, y el oro se adorne de brillantes y rubíes, sin eliminar por eso la fórmula expresiva del contrato, que se convierte dentro de la liturgia cristiana en forma del sacramento. Los pueblos germánicos dejan también su huella en la ceremonia de la entrega de las arras, que tenían el carácter de regalo familiar, o tal vez eran el precio de la esposa. Cuando los enviados de Clodoveo llegan a la corte de Borgoña en busca de la princesa Clotilde, su primer acto es presentar un sueldo de oro y un dinero, es decir, trece dineros, para poder llevarse a la que va a ser esposa de su rey. La reunión de las manos, figura natural de la unión de las almas, podría ser tan antigua como la humanidad. Signo de la toma de posesión, era el rito esencial en Grecia y en Roma, se usaba en las regiones del Eufrates y del Nilo, y tenía un puesto en las tradiciones hebreas. “Que el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob sea con vosotros; que os una Él mismo y se realice en vosotros su bendición”, dijo Raquel, colocando la mano derecha de Sara sobre la mano derecha del joven Tobías.

Todos estos ritos han sido transfigurados al entrar en la liturgia nupcial del Cristianismo. Profanos un tiempo, manchados de idolatría y superstición, se despojaron de la vieja escoria y se vistieron de luz y de verdad. Las palabras que les acompañan les dieron un más alto sentido, y la gracia, que santifica el amor y le perfecciona, y le hace más sabio, más tierno, más justo y más misericordioso, y más duradero, les santifica también a ellos, y pone en ellos, sobre la plenitud del sentido histórico, sobre la expansión de la vida natural, una sensación profunda de optimismo, una conciencia íntima de seguridad, una garantía de dicha y un germen fecundo de bienes del cielo y de la tierra. Nada pereció de cuanto era bello y noble. El agua, que el egoísmo había encenagado, fue convertida en vino generoso e incorruptible.

* Fr. Justo PÉREZ DE URBEL: Itinerario litúrgico. Bs. As., Poblet, 1945, Cap. IX

No hay comentarios:

Publicar un comentario