Este elevado lugar,
desde donde dominan los Apóstoles los objetos en medio de los cuales vivían
antes, significa que, para gozar de Dios, merecer la gracia y santificarse, es
necesario tener un corazón levantado sobre todas las cosas sensibles, un corazón
más grande y más alto que el mundo; es preciso pisotear lo que antes nos atraía.
Transfiguración del Señor en el Monte Tabor - Bellini |
por el P. Andrés
Hamón ***
Consagraremos toda
la semana a meditar el Evangelio (San Mateo XVII, 1-9) que contiene la relación
del Misterio de la
Transfiguración. Meditaremos mañana las dos
primeras circunstancias, que son la elección que Jesucristo hizo para
transfigurarse: 1º de un lugar apartado y solitario; 2º de una elevada montaña.
– En seguida tomaremos la resolución: 1º de no frecuentar el mundo sino por
necesidad, y preferir estar a solas con Dios; 2º de desprendernos de todo
aquello a que está apegado nuestro corazón. Nuestro ramillete espiritual serán
las dos palabras de nuestra meditación: Jesús
condujo a sus Apóstoles a un alto monte.
Meditación
Transportémonos en
espíritu al Tabor, admiremos la elección que Nuestro Señor hace de este lugar
solitario y apartado del mundo, de esta alta montaña que se acerca al cielo. En
esta doble elección hay dos razones secretas. Pidamos a Nuestro Señor nos dé
inteligencia para comprenderlas.
Punto
Primero
¿Por
qué escogió Nuestro Señor, para transfigurarse, un lugar apartado del mundo?
Por esta elección
quiere Nuestro Señor enseñarnos que no es en medio del mundo y de los
pasatiempos del mundo en donde Dios se manifiesta al alma y la hace pasar de
las miserias del hombre viejo al esplendor y las virtudes del nuevo. Para ver a
Dios, oírle, gustarle y ser transformado en El por su gracia, la primera
condición que se requiere es la soledad interior, es decir, el sosiego del alma
encerrada al tumulto de las criaturas y abierta a Dios solo y a sus divinas
inspiraciones, la paz del recogimiento bajo las miradas de Dios. Mientras nos
dejemos llevar de la disipación del espíritu, de las divagaciones de la fantasía,
de la preocupación de las novedades, de los apegos del corazón, del tumulto de
los pensamientos inútiles; mientras, en fin, no vivamos retirados en la soledad
del corazón, del tumulto de los pensamientos inútiles; mientras, en fin, no
vivamos retirados en la soledad del corazón, Dios no se mostrará a nosotros y
será para nosotros como el dios desconocido de Atenas. Sus amabilidades y perfecciones
infinitas no nos enternecerán; no le amaremos ni tendremos ningún deseo de
amarle. Extraños para Dios, no seremos menos extraños para nosotros mismos; no
nos conocemos y no encontraremos nada que corregir en nosotros, nada que
reformar, ninguna razón para humillarnos, mortificarnos o renunciarnos; y toda
nuestra vida se pasará en el olvido de Dios y en la ignorancia de nosotros
mismos. ¡Oh disipación, cuánto mal haces al alma! ¡Oh santo recogimiento, cuán
necesario le eres! Conducidme, Señor, a la soledad, como a vuestros Apóstoles,
y tened ahí siempre encerrados mi espíritu y mi corazón.
Punto
Segundo
¿Por
qué escoge Nuestro Señor, para transfigurarse, una montaña encumbrada?
Este elevado lugar,
desde donde dominan los Apóstoles los objetos en medio de los cuales vivían
antes, significa que, para gozar de Dios, merecer la gracia y santificarse, es
necesario tener un corazón levantado sobre todas las cosas sensibles, un corazón
más grande y más alto que el mundo; es preciso pisotear lo que antes nos atraía.
Mientras tengamos aquí algún apego, mientras haya en la tierra algún objeto que
nos encadene, no haremos más que arrastrarnos miserablemente en las mismas vías,
y vagar en el laberinto de nuestras miserias, en vez de avanzar en los caminos
de la virtud; languideceremos en vez de vivir y de fortificarnos. Aunque nuestra
alma tuviera las alas de la paloma que pedía el Profeta Rey para volar al seno
de Dios, mientras quede apegada, aunque no sea más que por un hilo, no hará más
que forcejear y atormentarse penosamente alrededor de lo que la detiene, sin
tender jamás su vuelo. Pero también, si esta alma tiene, en fin, el valor de
romper sus ligaduras, si se deja conducir por Nuestro Señor hasta la cumbre de
la montaña, y allí pisotea todos los vanos objetos que amaba, pronto comenzarán
para ella los progresos en la perfección. En un solo día y con menos trabajo,
hará más camino que el que ha hecho durante el tiempo que arrastraba el peso
que la sujetaba. Nada retardará su carrera, nada turbará ni distraerá su
marcha; avanzará libremente, pues dice la Imitación de Cristo: ¿quién más libre que el que
nada desea en la tierra? Si queremos deshacernos de todo lo que halaga la
vanidad, de todo lo que mantiene la molicie, de todo lo que pica la curiosidad,
de las inutilidades que divierten, de las novedades que distraen, de los
hombres que disipan; es preciso renunciar a la pasión del placer y de la vida;
es preciso no satisfacer las necesidades sino con discernimiento, no tomar de
las cosas más que lo muy necesario y no usar de ellas, por decirlo así, más que
ligeramente y de paso, como los soldados de Gedeón, o como Jonatás, que tomaba
la miel con la punta de su lanza, sin detenerse. Sobre todo, es preciso
desprendernos de nosotros mismos, de nuestros gustos, de nuestro honor, de
nuestra propia voluntad y de sus fantasías, de nuestro amor propio y de su
ambición, que busca cómo tomar parte en todo lo que se dice, encontrarse en
todo lo que se hace: es preciso romper con el excesivo cuidado de la salud, que
nos hace delicados y difíciles de contentar sobre todo, en lo que contraría y
mortifica los sentidos; en fin, es preciso elevarse sobre sí mismo y, so pena
de perderse, vaciar el corazón de todo lo que no es Dios. ¿Cómo nos encontramos
en este desprendimiento universal? Es esto más grave de lo que se piensa.
Pensemos en esto seriamente y trabajemos cada día en realizarlo.
*** P. Andrés HAMÓN:
Meditaciones
para uso del clero y de los fieles para todos los días del año. Bs.
As., Guadalupe, 1962, 2º Edición, Tomo I, pp. 518-522.
No hay comentarios:
Publicar un comentario