7 de marzo de 2012

Domingo II de Cuaresma.


Este elevado lugar, desde donde dominan los Apóstoles los objetos en medio de los cuales vivían antes, significa que, para gozar de Dios, merecer la gracia y santificarse, es necesario tener un corazón levantado sobre todas las cosas sensibles, un corazón más grande y más alto que el mundo; es preciso pisotear lo que antes nos atraía.

Transfiguración del Señor en el Monte Tabor - Bellini


por el P. Andrés Hamón ***

Consagraremos toda la semana a meditar el Evangelio (San Mateo XVII, 1-9) que contiene la relación del Misterio de la Transfiguración. Meditaremos mañana las dos primeras circunstancias, que son la elección que Jesucristo hizo para transfigurarse: 1º de un lugar apartado y solitario; 2º de una elevada montaña. – En seguida tomaremos la resolución: 1º de no frecuentar el mundo sino por necesidad, y preferir estar a solas con Dios; 2º de desprendernos de todo aquello a que está apegado nuestro corazón. Nuestro ramillete espiritual serán las dos palabras de nuestra meditación: Jesús condujo a sus Apóstoles a un alto monte.

Meditación

Transportémonos en espíritu al Tabor, admiremos la elección que Nuestro Señor hace de este lugar solitario y apartado del mundo, de esta alta montaña que se acerca al cielo. En esta doble elección hay dos razones secretas. Pidamos a Nuestro Señor nos dé inteligencia para comprenderlas.

Punto Primero

¿Por qué escogió Nuestro Señor, para transfigurarse, un lugar apartado del mundo?

Por esta elección quiere Nuestro Señor enseñarnos que no es en medio del mundo y de los pasatiempos del mundo en donde Dios se manifiesta al alma y la hace pasar de las miserias del hombre viejo al esplendor y las virtudes del nuevo. Para ver a Dios, oírle, gustarle y ser transformado en El por su gracia, la primera condición que se requiere es la soledad interior, es decir, el sosiego del alma encerrada al tumulto de las criaturas y abierta a Dios solo y a sus divinas inspiraciones, la paz del recogimiento bajo las miradas de Dios. Mientras nos dejemos llevar de la disipación del espíritu, de las divagaciones de la fantasía, de la preocupación de las novedades, de los apegos del corazón, del tumulto de los pensamientos inútiles; mientras, en fin, no vivamos retirados en la soledad del corazón, del tumulto de los pensamientos inútiles; mientras, en fin, no vivamos retirados en la soledad del corazón, Dios no se mostrará a nosotros y será para nosotros como el dios desconocido de Atenas. Sus amabilidades y perfecciones infinitas no nos enternecerán; no le amaremos ni tendremos ningún deseo de amarle. Extraños para Dios, no seremos menos extraños para nosotros mismos; no nos conocemos y no encontraremos nada que corregir en nosotros, nada que reformar, ninguna razón para humillarnos, mortificarnos o renunciarnos; y toda nuestra vida se pasará en el olvido de Dios y en la ignorancia de nosotros mismos. ¡Oh disipación, cuánto mal haces al alma! ¡Oh santo recogimiento, cuán necesario le eres! Conducidme, Señor, a la soledad, como a vuestros Apóstoles, y tened ahí siempre encerrados mi espíritu y mi corazón.

Punto Segundo

¿Por qué escoge Nuestro Señor, para transfigurarse, una montaña encumbrada?

Este elevado lugar, desde donde dominan los Apóstoles los objetos en medio de los cuales vivían antes, significa que, para gozar de Dios, merecer la gracia y santificarse, es necesario tener un corazón levantado sobre todas las cosas sensibles, un corazón más grande y más alto que el mundo; es preciso pisotear lo que antes nos atraía. Mientras tengamos aquí algún apego, mientras haya en la tierra algún objeto que nos encadene, no haremos más que arrastrarnos miserablemente en las mismas vías, y vagar en el laberinto de nuestras miserias, en vez de avanzar en los caminos de la virtud; languideceremos en vez de vivir y de fortificarnos. Aunque nuestra alma tuviera las alas de la paloma que pedía el Profeta Rey para volar al seno de Dios, mientras quede apegada, aunque no sea más que por un hilo, no hará más que forcejear y atormentarse penosamente alrededor de lo que la detiene, sin tender jamás su vuelo. Pero también, si esta alma tiene, en fin, el valor de romper sus ligaduras, si se deja conducir por Nuestro Señor hasta la cumbre de la montaña, y allí pisotea todos los vanos objetos que amaba, pronto comenzarán para ella los progresos en la perfección. En un solo día y con menos trabajo, hará más camino que el que ha hecho durante el tiempo que arrastraba el peso que la sujetaba. Nada retardará su carrera, nada turbará ni distraerá su marcha; avanzará libremente, pues dice la Imitación de Cristo: ¿quién más libre que el que nada desea en la tierra? Si queremos deshacernos de todo lo que halaga la vanidad, de todo lo que mantiene la molicie, de todo lo que pica la curiosidad, de las inutilidades que divierten, de las novedades que distraen, de los hombres que disipan; es preciso renunciar a la pasión del placer y de la vida; es preciso no satisfacer las necesidades sino con discernimiento, no tomar de las cosas más que lo muy necesario y no usar de ellas, por decirlo así, más que ligeramente y de paso, como los soldados de Gedeón, o como Jonatás, que tomaba la miel con la punta de su lanza, sin detenerse. Sobre todo, es preciso desprendernos de nosotros mismos, de nuestros gustos, de nuestro honor, de nuestra propia voluntad y de sus fantasías, de nuestro amor propio y de su ambición, que busca cómo tomar parte en todo lo que se dice, encontrarse en todo lo que se hace: es preciso romper con el excesivo cuidado de la salud, que nos hace delicados y difíciles de contentar sobre todo, en lo que contraría y mortifica los sentidos; en fin, es preciso elevarse sobre sí mismo y, so pena de perderse, vaciar el corazón de todo lo que no es Dios. ¿Cómo nos encontramos en este desprendimiento universal? Es esto más grave de lo que se piensa. Pensemos en esto seriamente y trabajemos cada día en realizarlo.

*** P. Andrés HAMÓN: Meditaciones para uso del clero y de los fieles para todos los días del año. Bs. As., Guadalupe, 1962, 2º Edición, Tomo I, pp. 518-522.

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