9 de marzo de 2012

Viernes despúes de la Domínica II de Curesma

LA SÁBANA SANTA

Tomado de Costumbrario Tradicional Católico

La fecha del calendario litúrgico de hoy nos trae el recuerdo de la Sábana Santa, es decir, del lienzo que cubrió el Cuerpo exangüe de Nuestro Señor, después de ser lavado y ungido, para ser sepultado. Refiere el Evangelio que José de Arimatea, discípulo secreto de Jesús, que había seguido a prudente distancia los trágicos acontecimientos del Calvario por temor a los judíos, fue a Pilatos para pedirle el cadáver de su Maestro. Hay que decir que la justicia romana se contentaba con el suplicio infligido a uno considerado malhechor, entregando después sus despojos a los deudos para que le diesen sepultura. En otras civilizaciones, como la egipcia, el castigo incluía también la privación de honras fúnebres, cosa considerada el peor de los males porque, de esta manera, el infeliz sobre cuyos restos no se practicaban ritos exequiales no obtendría nunca paz para su espíritu. Éste es precisamente el argumento de la tragedia sofoclea de Antígona, que desafía las iras de su tío Creonte por enterrar el cuerpo insepulto de su hermano Polinices.

José de Arimatea tenía un sepulcro de su propiedad a las afueras de Jerusalén y allí llevó el Cuerpo muerto de Jesús para deponerlo en él. Las santas mujeres, que habían acompañado a la Virgen María junto con san Juan en el Gólgota, pudieron lavarlo amorosamente y ungirlo con los aromas que habían previamente comprado como un último homenaje a Aquél a quien en vida, lo mismo que a sus discípulos, habían asistido con sus riquezas. No se insistirá nunca bastante en el coraje y la dedicación a toda prueba de estas que justifican el hermoso apelativo que da la liturgia católica a las mujeres: devoto femíneo sexu. Ellas fueron las más valientes, las que estuvieron al lado del Señor en los momentos difíciles desafiando la ira y el despecho de sus verdugos, las compasivas “hijas de Jerusalén” que le lloraban en el camino de la Cruz, las que le prodigaron los últimos cuidados antes de que fuera puesto en el monumento.

Esto último nos lleva a la consideración de las mujeres que también hoy son, por lo general, las que se cuidan de honrar a los muertos. ¡Qué sería de nuestros cementerios y las tumbas de nuestros seres queridos si no fuera por la piedad de las hijas de Eva! Ellas acuden todavía religiosamente a los camposantos para limpiar las lápidas, aderezar las tumbas, poner y cambiar las flores, regar el césped que acaso crece alrededor… Ellas aún musitan sus sencillas plegarias por los difuntos, que rubrican sus actos de amor y dedicación, ellos mismos una muda pero elocuente oración y prueba de amor. Desgraciadamente, hay que decir también que van quedando menos de estos ejemplos en nuestras ciudades. Quizás en los pueblos aún es fuerte esta piadosa tradición, pero la vida urbana de hoy, que aleja cuanto puede la idea de la muerte y todo lo que ella implica, va dando cuenta implacable de las honras debidas a nuestros finados.

Cada vez más, por ejemplo, se impone la costumbre de la incineración, que, si en sí misma, como dice hoy la Iglesia, no es mala, tampoco es recomendable para un cristiano, a menos que no se den circunstancias graves (como una epidemia, por ejemplo). En nuestra santa religión católica todo tiene razón de símbolo y la muerte es presentada por San Pablo como un “sembrar en corrupción para resurgir en incorrupción”. La inhumación responde perfectamente a esta idea y constituye un símbolo vívido de esa siembra de la que esperamos cosechar la vida eterna. La incineración, por otra parte, aunque practicada en la Antigüedad, adquirió connotaciones de descreimiento y escepticismo en el siglo XVIII, cuando los iluministas hicieron de ella un contra-símbolo de su rechazo a los dogmas consoladores de la Iglesia sobre la muerte. Aunque se sea firmemente creyente, la visibilidad de una cremación puede ser motivo de falsas interpretaciones, dado que en nuestra época, en la que, como acaba de decir el papa Benedicto XVI, “la fe está en peligro de apagarse como una llama que no encuentra ya su alimento”, todo lleva a desterrar a Dios “del horizonte de los hombres”.

Así pues, una enseñanza importantísima de la conmemoración de la Sábana Santa es el cuidado que debemos tener y la piedad que debemos manifestar hacia los difuntos, honrándolos en su entierro y conservando sus sepulcros. José de Arimatea y las santas mujeres se nos presentan como un ejemplo privilegiado de ello, que constituye –no se olvide– una de las obras de misericordia corporales: mortuos sepelire, enterrar a los muertos. Tan agradable es esta acción a Nuestro Señor que en la Biblia un libro entero, está dedicado a narrar el premio que mereció por ella el piadoso Tobit, el cual desafiaba la ira de los asirios al enterrar los cuerpos de los que éstos mataban y quedaban insepultos. El libro de Tobías es uno de los más conmovedores del Antiguo Testamento y debería servirnos de constante meditación sobre nuestros deberes para con los muertos, que merecen toda nuestra consideración. Sus cuerpos fueron templos del Espíritu Santo y compañeros de ruta de las almas que los habitaban. En la resurrección serán transformados para volver a recibir a sus antiguas huéspedes para compartir la gloria destinada a los hijos de Dios, de la que toda la Creación participará.

Y aquí venimos sobre el tema de la reliquia de la Sábana Santa, que es, sin duda, la más importante de toda la Cristiandad, por ser el vestigio material de la Resurrección de Cristo, fundamento de nuestra creencia católica. Como dice san Pablo, “si Cristo no resucitó, vana sería nuestra”. Pero Él, después de padecer y morir sobre la Cruz, “resucitó al tercer día según las Escrituras” como confesamos en el símbolo y de ello nos ha quedado una prueba física, milagrosamente conservada a pesar de los avatares por los que ha pasado, incluidos dos graves incendios. Se trata de la Síndone que se conserva en la catedral de San Juan Bautista de Turín. La Síndone o Sábana Santa es conocida también como el Santo Sudario, aunque conviene distinguir entre lo que el evangelista san Juan llama “othonion” (οθονιον) y lo que llama “soudarion” (σουδαριον). El primer término se refiere a la prenda de lino que envolvía todo el Cuerpo de Jesús en el sepulcro, mientras el segundo corresponde a la pieza que envolvía sólo la cabeza. El Discípulo Amado, advertido como Pedro por María Magdalena (que por esto es llamada la Apostola Apostolorum), fue el primero en llegar al monumento de José de Arimatea y vio estos paños, dando fe, además, que Pedro, que llegó después pero fue el primero en entrar, los encontró doblados y puestos separadamente. Así pues, sería conveniente hablar mejor de Sábana Santa para no confundir con el Santo Sudario, que, según la tradición más acreditada y sólida, es el que se conserva y venera en la catedral de Oviedo (coincidiendo, por cierto, sus datos materiales con los de la Síndone).

La reliquia de la Sábana Santa es una gran pieza de lino de 4,40 m. de largo x 1,10 m. de ancho. En ella se notan a simple vista vestigios de una figura humana, pero lo realmente sensacional es que en 1898, un fotógrafo de nombre Secondo Pia tomó unas placas de ella, llevándose una enorme sorpresa al ver los negativos, pues la imagen que se veía en ellos era nítida, como si se tratara de un positivo fotográfico. Se estaba, pues, al parecer, ante un retrato real de Jesucristo, impresionado en el momento preciso de la resurrección, actuando el lienzo de soporte. La cuestión es que la técnica fotográfica era impensable en el siglo I, por lo que se trató de un milagro, el más espectacular y sorprendente de ser cierto (que, a la luz de las investigaciones más serias y recientes, lo es). No es éste el lugar para ocuparnos del tema de la autenticidad de la Sábana Santa, pues se han escrito muchísimos libros en la materia, cuya importancia ha dado lugar a toda una rama de la ciencia con el nombre de Sindonología.

A nuestro humilde entender, la reliquia de la catedral de Turín es verdaderamente el lienzo que cubrió el Cuerpo de Nuestro Señor al ser puesto por José de Arimatea en su monumento. Algunos católicos sostienen que, aunque la Sábana Santa fuera en realidad una falsificación medieval, no dejaría de ser un icono importante para nuestra fe. Esto nos parece discutible. Está fuera de duda y demostrado que el hombre que aparece en ella fue un supliciado. Para nosotros es Jesucristo. Para los que niegan la autenticidad de la reliquia debe por fuerza ser alguien en quien se reprodujeron los tormentos de la Pasión para hacer creer que se trataba del Señor. En este último caso, ¿cómo podría considerarse un "icono de fe" el testimonio de lo que sería un crimen horrendo, al torturar a un pobre infeliz hasta la muerte sólo para engañar a los cristianos y medrar a costa de ello? Si la Sábana Santa fuera ese tipo de falsificación no sería desde luego un icono, sino un engaño infame y detestable, digno no de veneración, sino de ser destruido o quizás conservado para eterna vergüenza del catolicismo. Pero, afortunadamente, no es el caso.

Nos interesa, en cambio, trazar brevemente el largo y tortuoso itinerario que siguió la reliquia desde Oriente y que muestra a las claras cómo una especial providencia ha velado sobre ella, que, dejada a su suerte y al arbitrio de los hombres, hace tiempo que habría desaparecido. La historia documentada de la Sábana Santa se remonta a 1357, cuando se ostentó públicamente en Lirey, feudo de la familia de Charny, que eran también señores de Montfort. Jeanne de Vergy, viuda de Godofredo de Charny, portaestandarte del rey Juan II el Bueno, tenía gran devoción a la reliquia de la mortaja que había envuelto a Nuestro Señor en el sepulcro. Ésta había pasado a su propiedad por herencia de su bisabuelo Otón de la Roche, noble borgoñón que participó en la cuarta Cruzada, convirtiéndose en primer duque de Atenas, uno de los feudos francos que surgieron de los despojos del Imperio Bizantino. Se supone que fue él quien se apoderó de la Sábana Santa durante el saqueo de Constantinopla de 1204 y la trajo a Occidente en 1225, al volver de Grecia tras la muerte de su padre, transmitiendo el ducado ateniense a su sobrino Guido I. Jeanne de Vergy quería que se difundiera su culto, el cual, sin embargo, encontró la oposición de la jerarquía de entonces. El obispo de Troyes, Henri de Poitiers, aduciendo que se trataba de una falsificación, prohibió las ostensiones en 1360. La dama decidió entonces poner a salvo la reliquia en el castillo de Montfort por temor a que fuera robada o destruida. Allí permaneció hasta 1388, cuando fue restituida por su hijo a Lirey, donde recomenzaron las ostensiones, que habían sido autorizadas por el papa de Aviñón Clemente VII (Jeanne de Vergy se había casado en segundas nupcias con el tío de éste, Aimón de Ginebra).

El obispo Pierre d’Arcis, sin embargo, se opuso, dirigiendo un memorial a Clemente VII contra la Sábana Santa y pidiendo al rey Carlos VI que la confiscara. El clero de Lirey apeló por su parte al Papa, que, dándole la razón contra el obispo, confirmó el permiso para las ostensiones y concedió en 1390 una bula de indulgencias a favor de la reliquia. En medio de los desastres de la Guerra de los Cien Años, los canónigos de Lirey, por temor a que aquélla caiga en manos de las Grandes Compañías que asolan Francia, la entregan a Margarita de Charny, nieta de Jeanne de Vergy, y a su esposo Humberto de Villersexel, conde de la Roche, que la guardan nuevamente en el castillo familiar de Montfort en 1418. De allí pasó a Saint-Hyppolite, feudo del conde. A la muerte de éste, los canónigos de Lirey intentan recuperar la Síndone, pero chocan con la oposición adamantina de Margarita de Charny, que recurre al parlamento de Dôle y a la corte de Besançon, viéndose confirmada por estas instancias en su posesión. Con ella viajó por Lieja, Ginebra, Annecy, París, Bourg-en-Bresse y Niza, hasta que en 1452 la permutó contra el castillo de Varambon a Ana de Lusiñán, hija del rey de Chipre y rey titular de Jerusalén y de Armenia, y esposa del duque Luis I de Saboya. Éste consiente en 1465 en indemnizar a los canónigos de Lirey mediante el pago de una renta. La Sábana Santa conoce nuevos desplazamientos, esta vez por los dominios saboyanos: Vercelli, Turín, Ivrea, Susa, Chambéry, Avigliano, Rívoli y Pinerolo.

En 1502 fue por fin depositada permanentemente en la Santa Capilla del palacio Chambéry, capital de los estados de los duques de Saboya. El santuario había sido comenzado en 1408 bajo el conde Amadeo VIII (más tarde antipapa Félix V por el concilio de Basilea) en estilo gótico flamígero. Amadeo IX obtuvo del papa Pablo II que lo dotara de un capítulo canonical, quedando así convertido en colegiata. En la noche del 3 al 4 de diciembre de 1532, hubo un grave incendio en la Santa Capilla que a punto estuvo de devorar la reliquia. El cofre de plata en el que se hallaba fue rescatado cuando comenzaba a fundirse el metal, lo cual afectó al lienzo en las junturas de los 48 pliegues en los que se hallaba doblado. En 1534 las clarisas de Chambéry lo restauraron, cosiendo piezas triangulares de tela para cubrir los agujeros de las quemaduras. Los duques de Saboya trasladaron su capital a Turín en 1562. Dieciséis años después la Sábana Santa era llevada a la corte piamontesa, siendo depositada en la catedral de San Juan Bautista. Entre 1668 y 1694 fue construida la Capilla del Santo Sudario, obra magnífica del arquitecto Guarino Guarini. Allí fue conservada la reliquia hasta 1997, cuando otro terrible incendio destruyó la capilla y una parte del palacio de los duques adyacente a la catedral. El heroísmo del bombero Mario Trematore salvó in extremis la Sábana Santa a costa de graves quemaduras en sus manos.

La sagrada reliquia de la santa mortaja que envolvió el Cuerpo de Nuestro Redentor fue propiedad de los duques de Saboya y en su casa se mantuvo cuando se convirtieron en reyes de Cerdeña y Piamonte y, en fin, en reyes de Italia. En 1983 pasó a ser propiedad del Papa por testamento del ex rey Humberto II, en el exilio desde 1946. Juan Pablo II dispuso una ostensión pública en 2000, con motivo del año jubilar del nuevo milenio. La próxima ostensión está prevista para el año santo 2025. En cuanto a la historia de la Sábana Santa previa a su venida desde Oriente, parece ser que ha de identificarse con el Mandylion de los reyes de Edesa, que algunos confunden con el sudario de la cabeza o el de la Verónica. El hecho de que haya sido conocido con el apelativo de Tetradiplon (es decir, “cuatro veces doblado”) indica que, en realidad, parece que era el lienzo mortuorio plegado de manera de dejar ver sólo la parte del rostro. La tradición dice que José de Arimatea o san Pedro dio la Sábana Santa como regalo a Agbar V de Edesa, rey de Osroene, de quien se dice haber sido el primer monarca en convertirse al cristianismo. En 944, ante la amenaza del Islam, fue el Mandylion llevado a Constantinopla, donde en 1203 asegura haberlo visto el caballero cruzado Robert de Clary, quien declaró que cada viernes se lo desplegaba y alzaba bien en alto para ser visto y venerado por los fieles. En 1205, el príncipe Teodoro Angelos, sobrino de los emperadores bizantinos se quejaba en carta al papa Inocencio III del expolio de Constantinopla llevado a cabo por los venecianos y hacía alusión al robo de la Síndone. Y aquí enlazan los hechos con lo que hemos contado sobre el traslado a Occidente por Otón de la Roche.



Feria VI post Dominicam II Quadragesimae


SACRATISSIMAE SINDONIS D.N.I.C.


Introitus

(Philipp. II, 8-9) HUMILIÁVIT semetípsum Dóminus Jesus Christus usque ad mortem, mortem autem crucis: propter quod et Deus exaltávit illum, et donávit illi nomen, quod est super omne nomen. (Ps. LXXXVIII, 2) Misericórdias Dómini in aetérnum cantábo: in generatiónem et generatiónem annuntiábo veritátem tuam in ore meo. V. Glória Patri. Humiliavit…


Oratio

DEUS, qui nobis in sancta Síndone, qua corpus tuum sacratíssimum, e Cruce depósitum, a Joseph involútum fuit, passiónis tuae vestígia reliquísti: concéde propítius; ut per mortem et sepultúram tuam, ad resurrectiónis glóriam perducámur: Qui vivis et regnas... R. Amen.


Epistola

Léctio Isaíae Prophétae (Is LXII, 11 ; LXIII, 1-7) HAEC dicit Dóminus Deus: Dícite fíliae Sion: Ecce Salvátor tuus venit: ecce merces ejus cum eo. Quis est iste, qui venit de Edom, tinctis véstibus de Bosra ? Iste formósus in stola sua, grádiens in multitúdine fortitúdinis suae. Ego, qui loquor justítiam, et propugnátor sum ad salvándum. Quare ergo rubrum est induméntum tuum, et vestiménta tua sicut calcántium in torculári ? Tórcular calcávi solus, et de géntibus non est vir mecum: calcávi eos in furóre meo, et conculcávi eos in ira mea: et aspérsus est sanguis eórum super vestiménta mea, et ómnia induménta mea inquinávi. Dies enim ultiónis in corde meo, annus redemptiónis meae venit. Circumspéxi, et non erat auxiliátor: quaesívi, et non fuit qui adjuváret: et salvávit mihi bráchium meum, et indignátio mea ipsa auxiliáta est mihi. Et conculcávi pópulos in furóre meo, et inebriávi eos in indignatióne mea, et detráxi in terram virtútem eórum. Miseratiónum Dómini recordábor, laudem Dómini super ómnibus, quae réddidit nobis Dóminus Deus noster.


Graduale

(Ps LXVIII, 21-22) Impropérium exspectávit cor meum, et misériam: et sustínui, qui simul mecum contristarétur, et non fuit: consolántem me quaesívi, et non invéni. V. Dedérunt in escam meam fel, et in siti mea potavérunt me acéto.


Tractus

(Isai. LIII, 4-5) Vere languóres nostros ipse tulit, et dolóres nostros ipse portávit. V. Et nos putávimus eum quasi leprósum, et percússum a Deo, et humiliátum. V. Ipse autem vulnerátus est propter iniquitátes nostras, attrítus est propter scélera nostra. V. Disciplína pacis nostrae super eum: et livóre ejus sanáti sumus.

In Missis per annum post Graduale, omisso Tractu, dicitur:

Allelúja, allelúja. V. Ave, Rex noster: tu solus nostros es miserátus erróres: Patri obédiens, ductus es ad crucifigéndum, ut agnus mansuétus ad occisiónem. Allelúja.

Tempore autem Paschali, omissis Graduali et Tractu, dicitur:

Allelúja, allelúja. V. Ave, Rex noster: tu solus nostros es miserátus erróres: Patri obédiens, ductus es ad crucifigéndum, ut agnus mansuétus ad occisiónem. Allelúja. V. Tibi glória, hosánna: tibi triúmphus et victória: tibi summae laudis et honóris coróna. Allelúja.


Evangelium

+ Sequéntia sancti Evangélii secúndum Marcum (Mc XV, 42-46). IN illo témpore: Cum jam sero esset factum (quia erat Parascéve, quod est ante sábbatum) venit Joseph ab Arimathaéa, nóbilis decúrio, qui et ipse erat exspéctans regnum Dei, et audácter introívit ad Pilátum, et pétiit corpus Jesu. Pilátus autem mirabátur si jam obiísset. Et accersíto centurióne, interrogávit eum si jam mórtuus esset. Et cu m cognovísset a centurióne, donávit corpus Joseph. Joseph autem mercátus síndonem, et depónens eum invólvit síndone, et pósuit eum in monuménto, quod erat excísum de petra, et advólvit lápidem ad óstium monuménti. Credo.


Offertorium

(Levit. XVI, 2 et 5) Ingréssus Aaron tabernáculum, ut holocáustum offérret super altáre pro peccátis filiórum Israël, túnica línea indútus est.


Secreta

ACCÉPTA tibi, Dómine, sint haec múnera: cui pro mundi salúte grata éxstitit Fílii tui pássio gloriósa: Qui tecum vivit et regnat. R. Amen.Praefatio de Cruce.


Communio

(Mc XV, 46) Joseph autem mercátus síndonem, et depónens eum invólvit síndone.


Postcommunio

SATIÁSTI, Dómine, famíliam tuam munéribus sacris: quaésumus ; ut, per temporálem Fílii tui mortem, quam mystéria veneránda testántur, vitam te nobis dedísse perpétuam confidámus. Per eúmdem Dóminum nostrum Iesum Christum... R. Amen.


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