19 de febrero de 2012

Domingo de Quincuagésima.


Los verdaderos hijos de la Iglesia saben que el eco alegre del Alleluia abandonó los templos hace ya quince días, que se prepara en el ciclo del año una estación de penitencia y de renovación, y que, como dice el poeta: La vida pasa como las naves, como las nubes, como las sombras.

La curación del ciego - El Greco


Por Fr. Justo Pérez de Urbel, OSB ***

A nuestra caravana espiritual se junta hoy un peregrino de aspecto venerable, de majestuosa presencia, de profética mirada. Es Abraham, el padre de nuestra fe. Apacentaba sus rebaños, vigilaba sus siervos y ofrecía sus sacrificios allá en las orillas del Eufrates, cuando la voz del Señor repercutió en el fondo de su alma. “Sal de tu país –le decía-, deja tu parentela, abandona tu casa y ven a la tierra que Yo te mostraré”. Son las mismas palabras que hemos oído nosotros, las que nos empujan infatigablemente en esta peregrinación ansiosa de nuestra vida, las que nos alientan en nuestros desfallecimientos  y nos consiguen la victoria en nuestras luchas. Y no hemos equivocado el camino, puesto que en el encontramos hoy al hombre según el corazón de Dios, al que recibió la más pingüe de las bendiciones y mereció la más alta de las recompensas: “Un gran pueblo saldrá de ti, glorificaré tu nombre y serás bendecido”.

El anciano nos mira bondadoso y entre su barba fluvial se dibuja una sonrisa que parece decir: “He aquí el pueblo de que me hablaba la voz en las praderas de Harán”. Y nosotros le examinamos con admiración. Porque ese hombre lleva en sus venas la sangre que debe salvar al mundo. ¡Qué pequeño le parece el Jordán cuando se acuerda de los grandes ríos de su tierra! ¡Qué áridos los montes de Betel, cuando los compara con las llanuras de Mesopotamia, cuna de imperios! Pero el sigue creyendo; en las rutas de Egipto y de Siria, cuando levanta su tienda frente al mar de los griegos, y bajo la paz de las noches rutilantes del desierto de Arabia, la celeste promesa vibra sin cesar en su oído: “En ti serán bendecidas todas las generaciones de la tierra”. Tiene un hijo, un solo hijo, y se prepara a sacrificarle par obedecer a una orden misteriosa; pero su fe no vacila un instante. “Sigue aguardando siempre –dice San Pablo- la ciudad cuyo autor es el mismo Dios”. En la lejanía descubre sus muros torreados, sus jardines rutilantes y aquellas doce puertas, hechas de piedras preciosas, que descubrirá más tarde el autor del Apocalipsis. Y un día, en el templo de Jerusalén, se pronunciaron estas enigmáticas palabras: “Abraham esperó ansiosamente mi día; le vió y se estremeció de gozo”. Empezaba a congregarse el pueblo prometido, a ser bendecidas las gentes, a iluminarse la ciudad paulina y a cumplirse la promesa milenaria. Y ante la figura admirable del patriarca, nosotros repetimos, llenos de agradecimiento, aquellas palabras de un santo Padre: “¡Oh hombre verdaderamente cristiano antes de Cristo, hombre evangélico antes del Evangelio, hombre apostólico antes de los Apóstoles!”.

Pero este recuerdo de Abraham, que hoy nos trae la liturgia, encierra para nosotros una grave advertencia. También nosotros estamos fuera de nuestra patria. Desearla, caminar hacia ella, acercarnos a ella cada día, vivir desde ahora en ella por la esperanza y el amor, sin perder nunca de vista los pináculos rutilantes de las eternas moradas: tal debe ser la actitud de todos los que no tenemos aquí abajo una ciudad permanente. A nuestro lado hierve la concupiscencia, se estremece la carne, trepida el instinto y relincha la pasión. Los verdaderos hijos de la Iglesia saben que el eco alegre del Alleluia abandonó los templos hace ya quince días, que se prepara en el ciclo del año una estación de penitencia y de renovación, y que, como dice el poeta:

La vida pasa como las naves,
como las nubes, como las sombras.

Junto a los muros de Jericó resuena la voz de Jesús anunciando su Pasión dolorosa: “He aquí que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los gentiles, flagelado y cubierto de oprobios y salivas”. Es un sarcasmo, una irrisión engolfarse en el placer, cuando un Dios pronuncia estas palabras, y cuando su discípulo nos dice: “No améis al mundo ni cuanto es del mundo; el que ama al mundo no goza del amor del Padre”. El mundo es esa región del pecado, de la infidelidad y la desesperanza; esa región de la cual, a una orden de Dios, se alejó Abraham, nuestro sublime modelo; aquella Babilonia donde gimen los cautivos, cuyo río está lleno de llantos y amarguras, y de la cual dijo el Señor aquella palabra temible: “Yo no ruego por el mundo”. También allí resuena la maldición sombría del Génesis: “Polvo eres y en polvo te convertirás”. Pero la contestación es aquella actitud inconsciente de los impíos, a quienes hace decir el libro de la Sabiduría: “Ya lo sabemos: el tiempo de nuestra vida es breve, y nadie ha vuelto a contar lo que pasa más allá de la tumba. Nacimos de la nada, y seremos como si no hubiéramos sido; porque el hálito de nuestras narices es un poco de humo y una centella fugaz la palabra que conmueve nuestro corazón. Se extingue, y nuestro cuerpo se convierte en ceniza, nuestro espíritu se desvanece sin ruido, como brisa impalpable y nuestra vida pasa como el vestigio de una nube o como la niebla que disipan los labios del sol. Venid, pues; gocemos de la vida, que la juventud se va para no volver; escanciemos los vinos preciosos, cubrámonos de ungüentos, coronémonos de rosas antes que se marchiten, y no dejemos que se pase la flor del tiempo. Este es nuestro destino”.

Mientras el ciudadano de Babilonia ríe frenéticamente con amarga risa, el hijo de la promesa, el habitante de Jerusalén se prepara en el llanto a la conquista de la nueva alegría. “Eres polvo”, le dice una voz, llenándole de angustia; pero otra le levanta y conforta diciéndole: “Serás semejante a Dios, beberás el vino de la inmortalidad, gozarás de la dicha que no se acaba”. La vida se le presenta como un combate y el mundo como una palestra. Oye la voz de la Iglesia, que le llama para adentrarle en los ejercicios de la milicia espiritual y, vestido de la armadura que le entrega el Apóstol: el ceñidor de la verdad, la coraza de la justicia, el escudo de la fe y el casco de la esperanza, se presenta confiado en el campamento. “Eres polvo”, le dice; pero la inmensa bondad de Dios se ha dignado amar ese polvo y amasar con él una gloria inefable. Somete la voluntad, inclina la cabeza, recibe la ceniza, y esos polvillos blancos se le convertirán en polvo de oro, precio de la inmortalidad.


*** Fr. Justo PÉREZ DE URBEL: Itinerario litúrgico. Bs. As., Poblet, 1945, Cap. XV

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