Hagamos promesa a Jesucristo de abominar los desórdenes
del mundo y no dejemos pasar estos santos días sin pedirle que nos ilumine y
nos convierta. Temamos, con San Agustín, dejarlos pasar sin mejorarnos.
El País de Jauja - Brueghel el Viejo |
por el Padre Andrés
Hamón ***
Meditaremos hoy
sobre los tres días que van a venir y veremos lo que debemos: 1º a Jesucristo;
2º al prójimo; 3º a nosotros mismos, para tener tres días de penitencia y
mortificación. Tomaremos enseguida la resolución: 1º de pasar estos tres días
en recogimiento y oración y hacer fervorosas visitas al Santísimo Sacramento;
2º de no conceder nada al espíritu del mundo en estos días y de practicar, al
contrario, algunos actos de penitencia y de mortificación. Nuestro ramillete
espiritual serán aquellas palabras de Nuestro Señor a sus Apóstoles: El mundo se regocijará y vosotros os
entristeceréis; pero vuestra tristeza se convertirá en gozo.
Meditación
de la Mañana
Adoremos a
Jesucristo en los dos hechos de que nos habla el Evangelio de este día. Por una
parte, predica su Pasión; por otra, da la vista a un ciego de nacimiento. La
historia de estos dos acontecimientos es de notable aplicación en estos días de
libertad, que nos hacen ver, de un lado, la Pasión del Salvador renovada por los desórdenes
del carnaval, y del otro, el mundo tan ciego para las cosas de Dios y de la
eternidad. Hagamos promesa a Jesucristo de abominar los desórdenes del mundo y
no dejemos pasar estos santos días sin pedirle que nos ilumine y nos convierta.
Temamos, con San Agustín, dejarlos pasar sin mejorarnos.
Punto
Primero
Por
amor a Jesucristo debemos hacer de estos tres días, días de penitencia y
mortificación.
Nunca nos penetraremos
bastante de todos los dolores que ocasionaron al Corazón de Jesús los desórdenes
del mundo en estos tres días, cuando desde el Huerto de los Olivos los vio
indistintamente en la serie de los siglos. Sería innecesario para ello amar a
Dios como El, comprender como El la enormidad del pecado, que desprecia el
poder de Dios, desafía su justicia, ultraja su santidad, desdeña su bondad y
desconoce sus beneficios: injuria horrible que El ve multiplicarse por millares
de veces durante estos tres días; sería preciso amar a los hombres como El,
comprender como El la desgracia de esas almas que no quieren salvarse y se
obstinan en perderse, mirar sus padecimientos inútiles y su amor infructuoso
para tantas almas que van a arrojarse al infierno. ¡Oh dolor insoportable! Su
alma está triste hasta la muerte. ¿Acaso no es deber de los amigos tomar parte
en los dolores del amigo a quien se ve padecer, e ir a consolarle y visitarle?
Jesucristo, expuesto en nuestros altares, nos llama a cumplir este gran deber.
No le amamos, si no nos asociamos a sus dolores y si le dejamos repetir la
triste queja que exhalaba, en otro tiempo, por boca del Profeta: He buscado almas que de Mí se compadecieran
y no las he encontrado (Ps. LXVIII, 21).
Punto
Segundo
Por
amor al prójimo debemos hacer, de estos tres días, días de penitencia y de
mortificación.
¡Ay! los hombres
que se pierden son nuestros hermanos; y ¿no merecen que nos compadezcamos de
ellos? Y ¿cómo probaremos que los amamos, si la desgracia en que se precipitan
no nos conmueve, si no oramos y no hacemos penitencia por ellos? “Aunque se tratara de la pérdida de una sola
alma, dice San Agustín, se necesitaría
tener corazón de acero y más duro que el diamante, para ser insensible a tanta
desgracia”. ¿Qué debe ser, pues, cuando son tantas las almas que se
pierden; sobre todo en estos días, en que en número mayor que de ordinario se
alistan bajo la bandera de Satanás? ¡Ah! si tuviéramos caridad, si amáramos al
prójimo como a nosotros mismos, si le amáramos como Jesucristo nos ha amado,
según el precepto que nos impuso ¡qué penitencias y mortificaciones no nos
impondríamos por los pobres pecadores! ¿Cuáles son nuestras disposiciones para
estos santos días?
Punto
Tercero
Deber
nuestro es hacer, de estos tres días, días de penitencia y de mortificación.
En efecto, Nuestro
Señor vincula a esta práctica una promesa de salvación y una prenda de
predestinación. “A vosotros”, dice a
sus Apóstoles, “que me sois fieles en
estos días de tribulación, privándoos de los placeres del mundo para recordar
mi cruz, os prometo daros mi reino, haceros gustar las delicias del cielo y
colocaros sobre tronos, desde donde juzgaréis a las doce tribus de Israel”
(Luc., XXII, 82, 30). Y a más, promete a los que se entristecen por su amor
mientras el mundo goza, que “su tristeza
se convertirá en una alegría eterna” (Joan., XVI, 20-22). Tales promesas
nos muestran la participación que tendrán en la gloria los que sigan a Nuestro
Señor. Unos pasan su tiempo en los placeres del siglo; y otros, en el llanto y
las prácticas de penitencia; pero, en pos de esas lágrimas vendrá una alegría
sin fin. En esta alternativa, ¿qué partido tomaremos? ¿podremos vacilar un
momento siquiera?
*** P. Andrés HAMÓN: Meditaciones para uso del clero y
de los fieles para todos los días del año. Bs. As., Guadalupe, 1962, 2º
Edición, Tomo I, pp. 436-440.
No hay comentarios:
Publicar un comentario