19 de febrero de 2012

Quincuagésima (otra lectura).


Hagamos promesa a Jesucristo de abominar los desórdenes del mundo y no dejemos pasar estos santos días sin pedirle que nos ilumine y nos convierta. Temamos, con San Agustín, dejarlos pasar sin mejorarnos.

El País de Jauja - Brueghel el Viejo


por el Padre Andrés Hamón ***

Meditaremos hoy sobre los tres días que van a venir y veremos lo que debemos: 1º a Jesucristo; 2º al prójimo; 3º a nosotros mismos, para tener tres días de penitencia y mortificación. Tomaremos enseguida la resolución: 1º de pasar estos tres días en recogimiento y oración y hacer fervorosas visitas al Santísimo Sacramento; 2º de no conceder nada al espíritu del mundo en estos días y de practicar, al contrario, algunos actos de penitencia y de mortificación. Nuestro ramillete espiritual serán aquellas palabras de Nuestro Señor a sus Apóstoles: El mundo se regocijará y vosotros os entristeceréis; pero vuestra tristeza se convertirá en gozo.

Meditación de la Mañana

Adoremos a Jesucristo en los dos hechos de que nos habla el Evangelio de este día. Por una parte, predica su Pasión; por otra, da la vista a un ciego de nacimiento. La historia de estos dos acontecimientos es de notable aplicación en estos días de libertad, que nos hacen ver, de un lado, la Pasión del Salvador renovada por los desórdenes del carnaval, y del otro, el mundo tan ciego para las cosas de Dios y de la eternidad. Hagamos promesa a Jesucristo de abominar los desórdenes del mundo y no dejemos pasar estos santos días sin pedirle que nos ilumine y nos convierta. Temamos, con San Agustín, dejarlos pasar sin mejorarnos.

Punto Primero

Por amor a Jesucristo debemos hacer de estos tres días, días de penitencia y mortificación.

Nunca nos penetraremos bastante de todos los dolores que ocasionaron al Corazón de Jesús los desórdenes del mundo en estos tres días, cuando desde el Huerto de los Olivos los vio indistintamente en la serie de los siglos. Sería innecesario para ello amar a Dios como El, comprender como El la enormidad del pecado, que desprecia el poder de Dios, desafía su justicia, ultraja su santidad, desdeña su bondad y desconoce sus beneficios: injuria horrible que El ve multiplicarse por millares de veces durante estos tres días; sería preciso amar a los hombres como El, comprender como El la desgracia de esas almas que no quieren salvarse y se obstinan en perderse, mirar sus padecimientos inútiles y su amor infructuoso para tantas almas que van a arrojarse al infierno. ¡Oh dolor insoportable! Su alma está triste hasta la muerte. ¿Acaso no es deber de los amigos tomar parte en los dolores del amigo a quien se ve padecer, e ir a consolarle y visitarle? Jesucristo, expuesto en nuestros altares, nos llama a cumplir este gran deber. No le amamos, si no nos asociamos a sus dolores y si le dejamos repetir la triste queja que exhalaba, en otro tiempo, por boca del Profeta: He buscado almas que de Mí se compadecieran y no las he encontrado (Ps. LXVIII, 21).

Punto Segundo

Por amor al prójimo debemos hacer, de estos tres días, días de penitencia y de mortificación.

¡Ay! los hombres que se pierden son nuestros hermanos; y ¿no merecen que nos compadezcamos de ellos? Y ¿cómo probaremos que los amamos, si la desgracia en que se precipitan no nos conmueve, si no oramos y no hacemos penitencia por ellos? “Aunque se tratara de la pérdida de una sola alma, dice San Agustín, se necesitaría tener corazón de acero y más duro que el diamante, para ser insensible a tanta desgracia”. ¿Qué debe ser, pues, cuando son tantas las almas que se pierden; sobre todo en estos días, en que en número mayor que de ordinario se alistan bajo la bandera de Satanás? ¡Ah! si tuviéramos caridad, si amáramos al prójimo como a nosotros mismos, si le amáramos como Jesucristo nos ha amado, según el precepto que nos impuso ¡qué penitencias y mortificaciones no nos impondríamos por los pobres pecadores! ¿Cuáles son nuestras disposiciones para estos santos días?

Punto Tercero

Deber nuestro es hacer, de estos tres días, días de penitencia y de mortificación.

En efecto, Nuestro Señor vincula a esta práctica una promesa de salvación y una prenda de predestinación. “A vosotros”, dice a sus Apóstoles, “que me sois fieles en estos días de tribulación, privándoos de los placeres del mundo para recordar mi cruz, os prometo daros mi reino, haceros gustar las delicias del cielo y colocaros sobre tronos, desde donde juzgaréis a las doce tribus de Israel” (Luc., XXII, 82, 30). Y a más, promete a los que se entristecen por su amor mientras el mundo goza, que “su tristeza se convertirá en una alegría eterna” (Joan., XVI, 20-22). Tales promesas nos muestran la participación que tendrán en la gloria los que sigan a Nuestro Señor. Unos pasan su tiempo en los placeres del siglo; y otros, en el llanto y las prácticas de penitencia; pero, en pos de esas lágrimas vendrá una alegría sin fin. En esta alternativa, ¿qué partido tomaremos? ¿podremos vacilar un momento siquiera?


*** P. Andrés HAMÓN: Meditaciones para uso del clero y de los fieles para todos los días del año. Bs. As., Guadalupe, 1962, 2º Edición, Tomo I, pp. 436-440.

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